Capitulo 7° El inescrutable designio

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    Los rayos tendidos del sol de los araguatos doran los troncos de los árboles del patio, el paloapique de los corrales y
la horconadura de los caneyes bajo la sombra violácea de las pardas techumbres, y cuando ya el disco rutilante del astro
se ha ocultado tras el horizonte, quédanse sobre el inmenso disco más y más oscuro de la sabana, largas nubes cual
barras de metal fundido, arreboles de entonaciones calientes, y el trazo firme y negro de la silueta de una lejana palmera
solitaria contra el resplandor del ocaso.
    Hacia allá cae Altamira, y hacia allá se hunden en la lejanía las miradas de doña Bárbara.
    Tres días hacía que había llegado a El Miedo la noticia de la destrucción de la casa de Macanillal y prisión de los
Mondragones: ya éstos estaban en poder de las autoridades adonde los remitiera Santos Luzardo, y ya éste se había
metido dos veces con sus peones en tierras de El Miedo a parar rodeos sin cumplir el requisito de pedirle permiso, y aún
los peones de ella esperaban sus órdenes para lanzarse a las represalias.
    Viendo que no se animaba a darlas, Balbino Paiba se decidió por fin a pedírselas, a fuer de mayordomo, y se acercó
al palenque donde ella estaba abismada en su silenciosa contemplación del paisaje.
    Pero antes de abordarla, gastó un buen rato en pretextos de conversación. Ella sólo le respondía con monosílabos, y
las pausas se fueron haciendo más y más largas.
    Entretanto, un rebaño avanzaba hacia los corrales. Oíase el canto de los pastores tendido en la inmensidad
silenciosa.
    Llegaron las primeras reses. El madrinero, un toro lebruno, se detuvo de pronto ante el higuerón plantado cerca de la
puerta de la majada y lanzó un bramido impresionante. Había olido la sangre de una res que fue beneficiada allí en la
mañana. El rebaño se arremolinó y comenzó a cabildear, mientras el madrinero daba vueltas en torno al árbol,
escarbando la tierra, olfateándola, cerciorándose de aquella cosa atroz que había sucedido en aquel sitio, y cuando ya no
le quedaron dudas, lanzó otro bramido, que ya no era de miedo ni de dolor, y se llevó el rebaño en carrera por la sabana.
    –¿Quién fue el de la ocurrencia de escoger la puerta de la majada para beneficiar? –gritó Balbino, alardeando de su
mayordomía, mientras los pastores les daban rienda a sus caballos y se lanzaban a cabecear la punta que se abría
alborotada.
    Por fin la redujeron, y otra vez la arrearon hacia la corraleja, situada más allá del higuerón.
    Ya estaba encerrado el rebaño, pero aún mugía lastimeramente, y doña Bárbara dijo de pronto:
    –Hasta el ganado le tiene grima a la sangre de sus semejantes.
    Balbino la miró de soslayo, con un gesto de extrañeza, y se interrogó mentalmente:
    –¿Y es ella quien lo dice?
    Transcurrieron unos instantes, y Balbino se hizo esta reflexión:
    –¡Hum! Con esta mujer no hay brújula. Hasta al caballo, que es bestia, se le descubre lo que está pensando, sólo con
mirarlo cuál de las orejas amuga; pero con esta mujer siempre está uno bailando en un tusero.
    Y se le quitó del lado.
    Mas, no solamente Balbino Paiba, que ya era bastante torpe, ni ella misma hubiera podido decir cuáles eran sus
propios designios.
    Una vez más, sus obras le habían salido al paso, cerrándole el camino que insistiera en buscar. Aún resonaban en sus
oídos las fieras palabras con que Santos Luzardo le había arrojado a la cara su sospecha, precisamente cuando ella iba a
decirle que creía haber descubierto al autor del crimen y que de un momento a otro iría a entregárselo personalmente, en
cuanto estuviese en posesión del cuerpo del delito. Sospecha injusta y calumniosa, pero en el fondo de la cual se
cumplía la justicia misma, puesto que, ¿acaso sólo en El Totumo, matas y chaparrales guardaban secretos de
emboscadas asesinas, y si allí fue Balbino Paiba obrando por cuenta propia, no había sido, en otros sitios, Melquíades

DOÑA BARBARAWo Geschichten leben. Entdecke jetzt