Capitulo 2° Los amansadores

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    –¡Ah, coronel bien competente! ¿Quiere ir a echarse un trago conmigo?
    –Dentro de un rato. Yo pasaré más tarde por la posada a buscarlo, porque supongo que usted no se va a ir ahora
mismo.
    –Convenido. Allá lo espero. ¿Y tú, Mujiquita, quieres acompañarme?
    –Gracias, míster Danger.
    –¡Oh! ¡Esta cosa sí que es rara! ¡Mujiquita no quiere beber hoy! Bueno. Hasta más luego, como dicen ustedes. Hasta
más lueguito, doña Bárbara. ¡Ja, ja! Doña Bárbara se ha quedado muy pensativa esta vez.
    En efecto, ceñuda y pensativa, con la mano extendida sobre la Ley de Llano, que Ño Pernalete acababa de consultar
representando la farsa concertada entre ambos para burlarse de las pretensiones de Luzardo sobre la «Ley de doña
Bárbara», como por allí se la llamaba, porque a fuerza de dinero había obtenido que se la elaborasen a la medida de sus
desmanes, la mujerona se había quedado rumiando el encono que le habían producido las palabras de Santos Luzardo.
    Por primera vez había oído amenaza semejante, y lo que más le encrespaba la cólera era que fuere precisamente
aquella ley suya, pagada con su dinero, lo que la obligase a otorgar cuando se había propuesto negar. Estrujó
rabiosamente la hoja del folleto, murmurando:
    –¡Que este papel, este pedazo de papel que yo puedo arrugar y volver trizas, tenga fuerza para obligarme a hacer lo
que no me da la gana!
    Pero estas rabiosas palabras, además de encono, expresaban también otra cosa: un acontecimiento insólito, un
respeto que doña Bárbara nunca había sentido.
    Varios días había estado Carmelito poniéndole un veladero a la Catira, del hatajo del Cabos Negros, No había en
Altamira padrote más rijoso que este bayo salvaje, y por eso era tan célebre y tenía nombre propio: no podía ver yegua
bonita en hatajo ajeno sin que tratara de robársela, ni para impedírselo les era fácil a los demás sementales resistir la
carga impetuosa de sus coces y dentelladas. Por otra parte, los hombres no habían encontrado todavía manera de
capturarlo. Varias carreras le habían dado; mas por bien disimulados que estuvieran entre el monte los corrales falsos,
siempre los descubría y escapaba a tiempo.
    La Catira, blanca y esbelta como una garza, era la potranca más hermosa de su yeguada; pero llegó el tiempo en
que, vedada la hija para el amor del caballo salvaje, debía de ser expulsada del hatajo. El Cabos Negros le amusgó las
orejas, le mostró los dientes, haciéndola entender que de allí en adelante no podían continuar juntos, y ella se quedó
plantada en medio de la sabana, viendo alejarse la familia de la cual ya no formaba parte, juntos los delgados remos,
temblorosos los rosados belfos, tristes los ojos claros.
    Vagó sola, desganada y lenta, por los acostumbrados sitios, y de regreso al hato, Carmelito la divisó a distancia
contemplando la dorada polvareda que allá en el horizonte levantaba el alegre retozo del perdido hatajo.
    A la mañana siguiente fue Carmelito a apostar en el bebedero, encaramado y oculto entre las ramas de un jobo,
apercibido el lazo; pero la potranca era tan bellaca como el padre y fue necesario velarla por espacio de una semana.
    Al fin cayó en el engaño. Al marotearla, Carmelito la consoló diciéndole:
    –No te pesará. Catira. Estate quieta.
    Como viese el hermoso animal que el peón traía arrebiatado, Marisela exclamó:
    –¡Qué bestia tan bonita! ¡Quién tuviera una así!
    –Te la compro, Carmelito –propúsole Santos.
    Pero el peón huraño le respondió secamente:
    –No está de venta, doctor.

    En el Llano –donde, según el proverbio, propiedad que se mueve no es propiedad–, el dueño de una bestia salvaje es
quien la captura, y la costumbre establece que si el propietario del hato la quiere para sí, debe comprársela, por una
cantidad que en realidad no es sino el pago del trabajo de cazarla y amansarla; pero bien puede aquél negarse a
venderla, siempre que la destine a su uso personal.
    Laborioso fue el amansamiento, porque la Catira tenía un «corcoveo jacheado» que había que ser muy de a caballo
para mantenérsele encima; pero bestia que amansara Carmelito, por bellaca que fuese, quedaba como una seda, suave y
blanda de boca.
    –¿Cómo va la Catira, Carmelito? –solía preguntarle Luzardo.
    –¡Ahí, doctor! Ya está cogiendito el paso. ¿Ya usted, cómo le va en lo suyo?
    Se refería a la tarea de la educación de Marisela, emprendida por Santos.
    También Marisela tenía su «corcoveo jacheado». No porque le costase trabajo aprender, sino porque de pronto se
enfurruñaba con el maestro.
    –Déjeme ir para mi monte otra vez.
    –Vete, pues. Pero hasta allá te perseguiré diciéndote no se dice jallé, sino hallé o encontré; no se dice aguaite, sino
mire, vea.
    –Es que se me sale sin darme cuenta. Mire, pues, lo que me encontré, curucuteando..., registrando por ahí. ¿No le
parece bonito para ponerlo con flores en la mesa?
    –El florero no es bonito propiamente.
    –¿No ve? Ya sabía yo que iba a encontrarle algún defecto.
    –Aguarda, criatura. No me has dejado terminar. Que no sea bonito el florero no es culpa tuya. En cambio, sí me
agrada que se te haya ocurrido poner flores en la mesa.
    –Ya ve, pues, que no soy tan bruta. Eso no me lo había enseñado usted.
    –Nunca he creído que lo seas. Por el contrario, siempre te he dicho que eres una muchacha inteligente.
    –Sí. Ya eso me lo ha dicho bastante.
    –Parece que no te agradara oírlo. ¿Qué más quieres que te diga?
    –¡Guá! ¿Qué voy a querer yo? ¿Acaso estoy pidiendo más, pues?
    –¡El guá, otra vez!
    –¡Umjú!
    –No te impacientes –concluyó él–. Te llevo la cuenta de los guás, y todos los días la cifra va disminuyendo. En todo
el de hoy una sola vez se te ha escapado.
    Esto en cuanto al vocabulario, corrigiéndoselo a cada momento. Las lecciones, propiamente, eran por las noches. Ya
del largo olvido estaban saliendo bastante bien la lectura y la escritura, que fue lo único que de pequeñita le había
enseñado su padre. Lo demás, todo era nuevo e interesante para ella y lo comprendía con una facilidad extraordinaria.
En cuanto a maneras y costumbres, los modelos eran señoritas de Caracas, todas bien educadas y exquisitas, amigas de
Santos, siempre oportunamente recordadas en las conversaciones con que él animaba las sobremesas.
    Marisela sonreía, pues no se le escapaba a su despierta imaginación que todo aquel largo hablar de las amigas de
Caracas era para proponerle a ella algo que debiera imitar. También se enfurruñaba, a veces, si Santos se complacía
demasiado en la pintura de los modelos, como generalmente sucedía que empezaran lecciones y terminaran nostalgias
de la vida de la ciudad; pero entonces era cuando Marisela aprendía más, porque si el maestro se distraía, su instinto
vigilaba.

DOÑA BARBARAWhere stories live. Discover now