Capitulo 5° Las mudanzas de doña Bárbara

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    –Llanero es llanero hasta la quinta generación.
    Entretanto, doña Bárbara se acercaba, con la sonrisa en el rostro y diciendo:
    –¡Ah, llanero bellaco que es usted! Y que se le habían olvidado las costumbres de su tierra.
    Al hablar así, ni recordaba el desastre sufrido pocos momentos antes, ni tenía presente que ella también sabía, y
mucho mejor que Luzardo, enlazar un toro y castrarlo en plena sabana. Era solamente una mujer que le había visto
ejecutar una proeza a un hombre interesante.
    –Esto no lo he hecho yo solo; por lo tanto, no tiene mérito –replicó Santos–. En cambio, usted, según ya he oído
decir, tumba como el más hábil de sus vaqueros.
    Fue brutal la réplica y, sin embargo, doña Bárbara la oyó sonriente.
    –Ya veo que le han hablado de mí. ¿Cuántas cosas le habrán dicho? Yo también podría contarle otras, que tal vez no
le habrán referido y que no dejan de tener interés. Pero ya habrá tiempo, ¿verdad?
    –Tiempo no faltará, seguramente –repuso Luzardo, en un tono que la hiciera comprender el poco gusto que ponía en
hablarle.
    Sin embargo, doña Bárbara no lo interpretó así y se dijo:
    –Ya éste también cayó en el rodeo.
    Pero Luzardo, aplicando espuelas para reunirse a sus peones, que ya se alejaban, después de haber amarrado el
orejano al pie de uno de los árboles de la mata, la dejó plantada otra vez en medio de la sabana.
    Permaneció un buen rato en el sitio, viendo alejarse al hombre esquivo, con la ilusionada sonrisa de triunfo en el
rostro, y murmurando:
    –Déjalo que se vaya. Ya éste lleva la soga a rastras.
    Más allá, humillada la testuz contra el pie del árbol, el toro mutilado bramaba sordamente.
    Doña Bárbara sonrió de otra manera.
    Las singulares transformaciones que desde aquel día comenzaron a operarse en doña Bárbara provocaban entre la
peonada de El Miedo comentarios socarrones:
    –¡Ah, compañero! ¿Qué le estará pasando a la señora que ya no llega por aquí como antes, cuando se le revolvían
las sangres del blanco y de la india, esponjada y gritona como una chenchena? Ni tampoco viene a tocar la bandurria y a
contrapuntearse con nosotros, como le gustaba hacerlo cuando estaba de buenas. Ahora se la pasa metida en los corotos,
hecha una verdadera señora, y hasta con el mismo don Balbino, si te he visto, no me acuerdo.
    –¡Ah, caramba, compañero! ¿No sabe usted que a conforme es el pez, asina tiene que ser el guaral? Éste de ahora no
es de los que andan en ribazones y caen de un tarrayazo zumbado de cualquier modo. Hay que trabajarlo fino de guaral,
para que muerda la carnada.
    Pero pasaban los días, y Luzardo no aparecía por todo aquello.
    –¡Ah, compañero! Ya ese pez como que no ajila. Ni el aguaje se le ve por todo esto.
    –Ése como que es de los que no se emborrachan ni que les embarbasquen el agua –respondía el interpelado,
aludiendo al bebedizo embrujador que doña Bárbara les daba a los hombres que enamoraba, para destruirles la voluntad.
    No faltó tampoco la alusión de las misteriosas veladas del cuarto de las brujerías:
    –Y eso que «el Socio» no ha tenido descanso en todas estas noches. Hasta tarde lo han entretenido fuera de sus
infiernos. Cualquier noche de éstas lo coge el camino el menudeo de los gallos.
    –¿Será que del lado de allá tienen la contra?
    –O que del lado de acá se están acabando los poderes, a fuerza de tanto usarlos.

    –¡Hum! No te creas –replico Juan Primito–. La señora le dejó allá sus ojos la mañana del rodeo en Mata Oscura, y
él, por más que se resista, tiene que venir a traérselos.
    Todo esto era lo que se les podía ocurrir a los peones de la mujerona, sin mengua del respeto que les inspiraba y de
la lealtad con que le servían, para explicarse las mudanzas operadas en ella.
    Ella misma tampoco podría explicárselas, pues todo venía siendo obra de unos sentimientos nuevos en su vida,
sobre los cuales aún no tenía dominio.
    Por primera vez se había sentido mujer en presencia de un hombre. Había ido al rodeo de Mata Oscura dispuesta a
envolver a Santos Luzardo en la malla fatal de sus seducciones a fin de que se repitiese en él la historia de Lorenzo
Barquero: mas, aunque creía que sólo la animaban la codicia y el implacable odio al varón, llevaba también, en la
vehemencia del alma atormentada por ese sentimiento y en los apetitos de su naturaleza, hecha para el amor, el ansia
insaciada de una verdadera pasión. Hasta allí todos sus amantes, victimas de su codicia o instrumentos de su crueldad,
habían sido suyos como las bestias que llevaban la marca de su hierro; pero al verse desairada una y otra vez por aquel
hombre que ni la temía ni la deseaba, sintió –como la misma fuerza avasalladora de los ímpetus que siempre la habían
lanzado al aniquilamiento del varón aborrecido– que quería pertenecerle, aunque tuviera que ser como le pertenecían a
él las reses que llevaban grabado a fuego en los costillares el hierro altamireño.
    Al principio fue una tumultuosa necesidad de agitación, mas no de aquélla, atormentada y sombría, que antes la
impulsaba a ejercitar sus instintos rapaces, sino un ansia ardiente de gozar de sí misma con aquella región desconocida
de su alma, que, inesperadamente, la había mostrado su faz. Los días enteros se los pasaba correteando por las sabanas,
sin objeto ni rumbo, sólo por gastar el exceso de energías que desarrollaba su sensualidad enardecida por el deseo de
amor verdadero en la crisis de los cuarenta, ebria de sol, viento libre y espacio abierto.
    Al mismo tiempo, sin ser todavía, ni con mucho, la bondad, la alegría la impulsaba a actos generosos. Una vez
repartió entre sus peones dinero a puñados, para que lo gastaran en divertirse. Ellos se quedaron viendo las monedas que
llenaban sus manos, les clavaron el colmillo, las hicieron sonar contra una piedra y todavía no se convencieron de que
fuese plata de ley. Con lo avara que era doña Bárbara, ¿quién iba a creer en su largueza?
    Preparó un verdadero festín para agasajar a Santos Luzardo cuando éste concurriere al turno de vaquería en El
Miedo. Quería abrumarlo a obsequios, echar la casa por la ventana, para que él y sus vaqueros saliesen de allí contentos
y se acabara de una vez aquella enemistad que separaba a dueños y peones de los dos hatos.
    La trastornaba la idea de llegar a ser amada por aquel hombre, que no tenía nada de común con los que había
conocido: ni la sensualidad repugnante que desde el primer momento vio en las miradas de Lorenzo Barquero, ni la
masculinidad brutal de los otros, y al hacer esta comparación, se avergonzaba de haberse brutalizado a sí misma en
brazos de amantes torpes y groseros, cuando en el mundo había otros como aquél, que no podían ser perturbados con la
primera sonrisa que se les dirigiera.
    Por un momento se le ocurrió valerse de sus «poderes» de hechicería, conjurar los espíritus maléficos, obedientes a
la voluntad del dañero, pedirle al «Socio» que le trajera al hombre esquivo; pero inmediatamente rechazó la idea con
una repugnancia inexplicable. La mujer que había aparecido en ella la mañana de Mata Oscura quería obtenerlo todo
por artes de mujer.
    Pero como Santos Luzardo no aparecía por allá, ella andaba cavilosa, aunque siempre adornada y compuesta,
paseándose por los corredores de la casa, con la vista fija en el suelo y los brazos cruzados sobre el pecho, o se le iban
las horas junto al palenque, la mirada en el horizonte hacia los lados de Altamira, o se salía a vagar por la sabana. Pero
ya el caballo no regresaba como antes, cubierto de espuma y ensangrentados los ijares. Todo había sido un asosegado
errar pensativa.

DOÑA BARBARAWhere stories live. Discover now