Capitulo 9° Las veladas de la vaquería

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las cimarroneras esparcidas, aún había que estar alerta por las noches contra el ataque de los zorros rabiosos que
recorrían en manadas las sabanas y se metían en las casas, y contra las serpientes, que también las invadían huyendo del
fuego. Y como si todo esto fuese poco, al entrar en la casa, tener que soportar el desagradable espectáculo que ahora
daba Lorenzo Barquero, con su rencor impotente, vibrándole en la voz trabajosa, y con su empeño de que él se lanzara
por el camino de –las represalias contra doña Bárbara, para que pusiera su brazo al servicio del deseo vengativo que
ahora le hervía en el pecho.
    Finalmente, y para colmo, Marisela. Despechos de su ilusionado amor estaban convirtiéndola en una criatura
desagradable. En su lenguaje habían reaparecido todas las exclamaciones vulgares y las palabras incorrectamente
pronunciadas, que tanto trabajo había costado hacérselas abandonar, y era un chaparrón de gruñidos soltados de
propósito en cuanto abría la boca para responder a algo que él le preguntara, un plan premeditado de hacer todo lo que
pudiese desagradarle, un mal humor perenne y un chocante replicar en cuanto él insinuaba alguna advertencia.
    –¿Y por qué no me deja dir otra vuelta para mi monte, pues?
    Pero, entretanto, seguían pasando las rumazones de nubes, cada vez más espesas, se iba haciendo más frecuente el
fusilazo del relámpago nocturno al ras del horizonte, y todas las madrugadas se las pasaba cantando el carrao, que
anuncia la estación lluviosa.
    Observando las señales del tiempo, dijo por fin Antonio:
    –Ya está lloviendo en la Cordillera. Ahorita cambia el relámpago y no tarda en venir el barinés.
    En efecto, al día siguiente, después de una calma sofocante, empezó a soplar el desagradable viento que baja del alto
llano barinés, anuncio seguro de la entrada de aguas. Cambió el relámpago, se oyó el mugido del trueno hacia el bajo
Apure, y pronto empezaron a verse plumas de aguaceros lejanos que corrían por la sabana, allá, hacia el Cunaviche,
donde se iban condensando y convirtiendo en chubascos, acompañados de violentas tempestades. Nubarrones plomizos
cubrían de un momento a otro todo el cielo, un viento huracanado los abatía sobre la sabana, se desgajaba entre ellos el
árbol del rayo con un continuado estruendo ensordecedor, y en obra de instantes, toda la sabana se llenaba de charcas.
    Y un día amaneció toda verde.
    –No hay mal que por bien no venga –dijo Antonio–. Las candelas dejaron nuevecita a Altamira. Ahora retornarán
los pastos con fuerza, porque, dígase lo que se quiera, para eso no hay como las quemas, y cuando empiece la vaquería
general, todo esto estará cuajadito de hacienda, porque la propia volverá a sus comederos, y la ajena vendrá a pagar las
reses que mataron las candelas.
    Volvieron las cimarroneras a sus acostumbrados refugios; las greyes mansas, al sosegado errar por sus comederos
habituales, y las yeguadas, a los alegres retozos de sus rochelas. Volvió el cuatro a las manos de los peones, por las
noches, bajo el caney, y Marisela, a los buenos modales y a las lecciones bajo la lámpara de la sala.
    Y todo fue como los retoños después de las candelas.
    Ya era tiempo de proceder a la vaquería general de entrada de aguas. La costumbre, creada por falta de límites
cercados y consagrada por las leyes de llano, establece que los hatos colindantes trabajasen la hacienda en comunidad
una o dos veces al año. Consisten estas faenas en una batida de toda la región para recoger los rebaños esparcidos por
ella y proceder a la hierra de orejanos, y se van haciendo por turno en las distintas fincas, bajo la dirección de un jefe de
vaquerías, que se elige previamente en una asamblea compuesta por las distintas agrupaciones de vaqueros. Duran
varios días consecutivos, y constituyen verdaderos torneos de llanerías, pues cada hato se esmera en enviar a aquél
donde se haga la batida sus peones más diestros, y ellos llevan sus bestias más vaqueras, ostentando sus mejores aperos
y se esfuerzan en lucir todas sus habilidades de centauros.

    Empezaban a menudear los gallos, cuando comenzó en Altamira el bullicio de los preparativos. Pasaban de treinta
los peones con que contaba ahora el hato, y, además, estaban allí otros vaqueros de Jobero Pando y El Ave María.
    Ensillaban de prisa, pues había que caerle al ganado en sus dormideros antes que empezara a disgregarse, y,
entretanto, se reclamaba a gritos los trebejos que no encontraban a mano.
    –¡Mi mandador! ¿Dónde está que no lo encuentro? Vaya soltándolo el que lo tenga porque es muy conocido: tiene
una jachuela en la punta, y si se la pican, lo conozco por el cortao.
    –¿Qué hubo del cafecito? –voceaba Pajarote–. Ya el día viene rompiendo por la punta, y nosotros todavía dando
vueltas por aquí.
    Y a su caballo, mientras le apretaba la cincha:
    –Vamos a ver, castaño-lucero, cómo te portas hoy. Mi soga está más tiesa que pelo e negro; pero no la engraso,
porque la nariz de un salenco viejo que vamos a aspear entre los dos en cuanto rompa el levante, me la va a dejar
suavecita, que ni pelo e blanco.
    –Apuren, muchachos –reclamaba Antonio–. Y los que tengan caballos chucutos, crinejeen de una vez, porque
vamos a «legar picando.
    –Ch’acá el cafecito, señora Casilda –decían, acudiendo a la cocina, los que ya habían ensillado.
    Un fuego alegre, de leñas resinosas, chisporroteaba en el fogón entre las negras topias que sostenían la olla. Cantaba
dentro de ésta el hervor de la aromática infusión, y en las manos de Casilda no descansaba la pichagua con que la
trasegaba al colador de bayeta, pendiente del techo por un alambre, mientras las otras mujeres se ocupaban en enjuagar
los pocillos y en llenarlos y ofrecérselos a los peones impacientes, y durante un rato reinó en la cocina la animación de
las frases maliciosas, de los requiebros crudos y picantes de los hombres, de las risas y réplicas de las mujeres.
    Bebido el café –después de lo cual no caería en los estómagos de aquellos hombres, hasta la comida de la tarde al
regreso al hato, sino el cacho de agua turbia y la amarga saliva de la mascada de tabaco–, partió el escuadrón de
vaqueros, con Santos Luzardo a la cabeza, alegres, excitados por las perspectivas de la jornada apasionante, cruzándose
chistes y reticencias maliciosas, recordándose mutuamente percances de anteriores vaquerías donde arriesgaron la vida
entre las astas de un toro o estuvieron a punto de morir despanzurrados bajo el caballo, estimulándose unos a otros con
hazañosos desafíos.
    –Vamos a ver quién se pega conmigo –decía Pajarote–. He hecho la apuesta de aspear veinte bichos yo solo, y las
gandumbas serán la prueba.
                                                              *
    Recia fue la brega y duró hasta el mediodía. Los lazos no descansaban en las manos de los vaqueros, muchos
caballos quedaron muertos y los que no sucumbieron, apenas podían sostenerse sobre sus remos calambreados; pero ya
el rodeo estaba parado y quieto, porque también las reses estaban despeadas de tanto corretear. Sólo los hombres
estaban enteros todavía, derechos sobre las bestias jadeantes, insensibles al hambre y a la sed, roncos de gritar, pero aún
cantando, alegres, las tonadas que apaciguan el rebaño.
    Promediaba la tarde cuando Antonio dio orden de que se procediera al aparte. María Nieves penetró en el rodeo
gritando a los novillos madrineros, y éstos, que ya conocían la voz del cabestrero y estaban acostumbrados a la
operación, salieron del rebaño a detenerse en el sitio donde se formaría la madrina del hato, que era el primer lote que se
separaba.
    Y como si nada hubiera sido aquella recia brega del levante, todavía el aparte dio ocasión para lucir habilidades
llaneras, coleando y tumbando los toros entre madrina y madrina.
    Luego se procedió a apartar las reses de El Miedo y del hato de Jobero Pando, formando así las madrinas llamadas
de los vaqueros. Finalmente, como aparecieran algunos novillos y vacas paridas marcados con el hierro del hato de La

DOÑA BARBARAUnde poveștirile trăiesc. Descoperă acum