Capítulo 1

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En el centro de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Sebastián Olivera regresaba de una delicada misión en la Provincia de Formosa. Había estado infiltrado por meses en la Policía local con el único objetivo de recabar pruebas que confirmaran la presunta vinculación entre el comisario y una organización ilegal que operaba en esa zona traficando personas a Paraguay.

Tenía treinta y ocho años y por primera vez, desde que se había unido al Servicio de Inteligencia trece años atrás, odió su trabajo. Muchas veces se había visto obligado a hacer cosas que no lo enorgullecían para no ser descubierto; pero la sensación de impotencia que había sentido, al no poder hacer nada mientras veía como mujeres, incluso niñas, eran drogadas y forzadas a entregar su cuerpo estando absolutamente indefensas y privadas de su libertad, lo había llevado al límite.

Estaba sucio y desaliñado. Tenía el cabello un poco más crecido de cómo solía llevarlo y en su rostro se podía ver el rastro de una barba de varios días. Estaba seguro de que también apestaba, pero no le importaba; solo quería completar el informe para poder irse a su casa a descansar.

Agotado tanto física como emocionalmente, se dirigió a su oficina en la base de operaciones. Dicha base estaba separada de la casa central para que los agentes especiales o "de calle" —como se los denominaba comúnmente—, pudiesen trabajar sin necesidad de develar su identidad.

Lo primero que le llamó la atención fue el absoluto silencio que reinaba en el lugar. Varios agentes, a quienes solo conocía de vista porque nunca había trabajado con ellos, salieron apresurados seguramente hacia una misión urgente y repentina. Sin embargo, no veía a ninguno de sus compañeros. Avanzó un poco más hasta ver al jefe de operaciones sentado frente a su computadora, con el ceño fruncido y un cigarrillo entre sus dedos. Se detuvo en seco. Para que Roberto hubiese vuelto a fumar, algo realmente malo estaba pasando.

El pelado —como lo llamaban ahí—, alzó la vista hacia él al sentir su presencia. Sebastián pudo percibir en sus ojos una gran preocupación y de repente, todas sus alarmas se encendieron. No solo supo que algo malo pasaba, sino que tenía que ver con alguien relacionado a él.

La noticia de la desaparición de su amigo lo afectó sobremanera. En un principio, no entendió como siquiera había sido posible que pasara eso y minutos después, la ira en su interior le provocó una imperiosa necesidad de ir personalmente a ese boliche y matarlos a todos.

—¡¿Pero qué mierda pasó?! —exclamó de pronto golpeando el escritorio con el puño.

—¡Calmate! Y no te olvides de con quién estás hablando —ordenó Roberto mientras se erguía en toda su estatura.

Era alto y desgarbado y aún con sus cincuenta y seis años, lograba intimidar cuando se enojaba. No por nada había llegado a ocupar ese cargo. De profesión abogado y con toda la preparación adicional obtenida en la infinitud de cursos y especializaciones que había hecho en la Escuela de Inteligencia, se había vuelto aún más sagaz de lo que era por naturaleza. Por consiguiente, era bastante raro que alguna misión fallara cuando él estaba a cargo. Siempre lograba anticiparse, nunca dejaba nada al azar y ninguna precaución estaba de más, sobre todo cuando alguno de ellos estaba involucrado. Desde que había comenzado a dirigir ese grupo de tarea, habían construido una relación de confianza y cariño, quizás más propia de padre-hijos que de jefe-empleados; aunque nunca dejó de lado el profesionalismo.

—Sebastián —prosiguió, con un tono de voz más sosegado—. Sin importar cuánto los aprecie, sigo siendo tu superior. Sabés que tenés que respetarme.

—Perdón —dijo inspirando profundo en un intento por serenarse—. Solo que, no lo entiendo. ¿Qué salió mal?

—No sabemos qué fue lo que los delató...

Tras su promesaWhere stories live. Discover now