Capítulo 8

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Todo pasó en una fracción de segundo. Apenas el jefe atravesó la puerta, el sicario a su lado guardó el arma para, en su lugar, agarrar el cuchillo. Estaba claro que quería matarlo sin hacer demasiado ruido. En ese instante, Mariano pensó en su hermana, en su amigo y rápidamente, diferentes escenas de su vida pasaron ante sus ojos como una especie de película. Se negó a rendirse así sin más. No estaba dispuesto a morir de esa forma, en vano. Además, lucharía hasta lo último para proteger su propia vida y la de su hermana.

Invadido por una fuerza que ya no creía tener, se puso de pie ignorando el intenso dolor que le provocaba su costilla y embistió con su hombro a su atacante. El mismo no había previsto esa maniobra, por lo que no pudo evitar que el cuchillo saliera despedido de sus manos. Sobresaltado, intentó volver a tomar la pistola para terminar con su vida de una vez por todas. No obstante, Mariano ya había logrado hacerse del cuchillo tirado en el piso y se había incorporado con una destreza impensada para el estado en el que se encontraba.

Ayudándose con la fuerza de todo su cuerpo, antes de que pudiese apuntar hacia él, le enterró la hoja de lleno en el estómago. Mono lo miró con ojos desorbitados ante la sorpresa y con desesperación, se dispuso a dispararle. Mariano, que al tener ambas manos atadas no tenía forma de defenderse del disparo, giró el cuchillo aún en su interior y con una ferocidad nunca antes empleada, lo deslizó hacia arriba rasgándolo como si se tratase de una res. Este gimió mientras exhalaba su último aliento y luego cayó de forma estrepitosa al piso. A continuación, se dejó caer al lado del cuerpo sin vida.

Se sentía demasiado mareado para mantenerse en pie; la visión se le había nublado, las manos le temblaban y el corazón le palpitaba con fuerza dentro de su pecho. Sentía que, de un momento a otro, se desmayaría, por lo que debía apurarse si no quería que el guardia apostado del otro lado de la puerta, entrara a terminar lo que no había podido hacer el otro.

Sacudió la cabeza para despejarse y con un último esfuerzo, sujetó el mango del cuchillo tirando del mismo hacia arriba para desenterrarlo. La sangre formó rápidamente un gran charco a su lado, el cual comenzaba a expandirse de forma alarmante. Limpió la hoja contra la ropa del fallecido y lo ubicó entre sus pies manteniéndolo apretado con ambas plantas. Luego, acomodó sus manos para que el precinto quedase justo sobre el filo y deslizándolo arriba y abajo repetidas veces, logró por fin cortarlo. Al sentirse libre del mismo, no pudo evitar masajearse las muñecas con alivio y tuvo que hacer un esfuerzo descomunal para que de su boca no saliese ningún gemido.

Había llegado el momento de salir de donde fuese que se encontrara y debía hacerlo en ese preciso instante, antes de que Carlos regresara para ver qué era lo que demoraba a su matón. Moverse le dolía, pero con la adrenalina corriendo vertiginosamente por sus venas, apenas lo sentía. Colocando el arma detrás de su cintura, sostuvo el cuchillo con una mano y avanzó en silencio hasta la pared que no alcanzaba el techo.

De un salto, consiguió llegar hasta la parte más alta y miró hacia afuera prestando especial atención. Efectivamente, se trataba de un taller mecánico; varios autos con el capó abierto y otros sin ruedas, ocupaban gran parte del local. Tato —tal como escuchó que lo habían llamado—, se encontraba sentado en una silla con los ojos cerrados y auriculares en sus orejas. "Que idiota", pensó. Sin embargo, que fuese tan inoperante le venía como anillo al dedo.

Volviendo a bajar, se dirigió hacia la puerta y respiró profundo varias veces con la intención de bajar su alocado ritmo cardíaco y serenarse. Abrió la misma sin vacilar y antes de que el guardia se diera cuenta de lo que estaba pasando, se acercó hasta él y deslizó el filo del cuchillo por su garganta, degollándolo.

No se reconocía a sí mismo; nunca antes había tenido que actuar de esa forma tan fría y mecánica. No obstante, era la primera vez que, en una misión, no contaba con el apoyo de sus compañeros, los agentes de campo. Ellos tenían mejores aptitudes físicas y destreza tanto con las armas como en la lucha cuerpo a cuerpo. Además, su vida corría peligro y estaba seguro de que, si fuese al revés, ninguno de esos asquerosos delincuentes dudaría un segundo en matarlo.

Tras su promesaWhere stories live. Discover now