9. Algo que empieza Prt.4

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El hogar del maestro del hielo estaba siendo el blanco de un conjuro de localización, la barrera mágica que protegía la vivienda luchaba para evitar ceder ante aquel ataque. Los muros no tardarían en ceder, Lennan lo sabía. Eria concentró su poder intentando crear una nueva barrera evitando así que su adversario lograra localizar al maestro del hielo. Pero ya era demasiado tarde, la oscuridad logró entrar en aquel lugar hasta ahora impenetrable.

―¡Nos han localizado! ―anunció Eria―. Saben que aquí se encuentra el espacio mágico que comunica con la espada. Vienen hacia aquí.

Lejos, muy lejos, en un lugar donde la luz no logra hacerse paso ante la oscuridad, permanecía el gran Ukog. Había llegado el momento... Los túneles eran pasto de demonios, criaturas oscuras y demás razas corrompidas por la desesperación, incluso elfos oscuros moraban en aquellos túneles. Sentado sobre el antiguo trono de Majionil, el primer rey de los hustes del desierto y cuyo último descendiente fue Zaspril, muerto durante la batalla de los gigantes oscuros. Ahora estaba ocupado por el sirviente de la oscuridad. Nada parecía interrumpir la concentración de Ukog, allí sentado con los ojos cerrados recordó tiempos antiguos cuando él no era más que un recién nombrado guardián del hielo por Lennan Miro. Por un momento su corazón volvió a sentir el calor de aquellos días, calor perturbado por la humillación del combate contra un niño como Agoyh, aquel que ocupó su lugar junto al maestro del hielo. Ukog se alzó. Se dirigió hacia un saliente, esquivando la inmensa manta de cuerpos que había absorbido en busca de más poder, desde aquella altura observaba cómo sus tropas viajaban al continente del este para invadir el reino Rawil.

―Mi humilde seguidor ―dijo la voz que ocupaba el pensamiento de Ukog―, eres el elegido, serás mi cuerpo en este mundo, mi poder te será cedido. Juntos encontraremos la espada y mi resurrección será completa. La oscuridad ocupará su lugar.

La voz desapareció de su interior. El cuerpo de Ukog cedía ante la invasión de aquel inmenso poder, su cuerpo vibraba ante tal concentración de energía. El templo subterráneo se quebraba, piedras y columnas sujetas durante milenios ahora caían como meras figuras de cristal ante tal demostración de autoridad. El techo quedó abierto tan solo con la voluntad del heredero de Agnam, ante él se advino la sombra más oscura, comprendiendo que era aquel el elegido por el dios de la muerte. El espíritu invocado de Agnam aceptó que aquel ser había sido preparado para ser su recipiente. Ukog sonrió al ver como la inmensa sombra se introducía violentamente en su cuerpo. La mirada de aquel ser había cambiado, nada quedaba ya del antiguo guardián. Una leve sonrisa marcó el rostro del portador de las sombras. Ukog parecía sorprendido ante el poder que recorría cada parte de su cuerpo, sus ojos se vieron molestos ante un leve rayo de luz. Ukog, deseoso de comprobar hasta donde llegaría su poder, consiguió transformar el día en noche. Su concentración cedió ante un poder superior, tenía ciertas dificultades para controlar su cuerpo. La voluntad de Agnam se imponía a la suya. Agnam reclamaba la espada divina.

―Debo marcharme ―comprendió Lennan―, debemos romper el conjuro que une este lugar con el templo de Ve-Gor. Finalmente han conseguido localizar el arma divina.

―Podemos hacerle frente juntos ―dijo Dreid ante la posibilidad de despedirse de su amigo―, como siempre, juntos seremos más fuertes.

―Mi querido Dreid, yo, junto con Eria, creé la barrera para evitar que localizaran la espada y ahora ha sido destruida. Ha superado mi poder. Entraré de nuevo en el templo, debo sellar el portal mágico. Me llevaré la espada lejos de aquí, yo mismo la protegeré; es mi deber, debo hacerlo solo. ―Eria se unió a su marido―. A Eria es inútil intentar convencerla, no me dejaría partir sin su compañía, pero vosotros sois jóvenes, sois la esperanza de este mundo.

HEREDEROS DE LA LUZWhere stories live. Discover now