La libertad de un futuro asesino

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Sentado en una silla de madera cerca de la gran ventana, una camisa de fuerza limitando sus movimientos, un hombre con traje blanco sentado en la cama, tomando nota de todo lo que el pelirrojo le decía.

La habitación era un simple cuadro con una cama individual en medio, unas pequeñas mesitas de noche a cada costado y una lámpara encima de una de ellas. La habitación era de un blanco brillante.

—¿Cómo te encuentras hoy?—preguntó el hombre de traje blanco.

—Igual que ayer...

—Los incidentes con tus compañeros se han disminuido.

—Sí, ya comienzo a encariñarme con ellos.

—Entonces, Foxy.

—Doc esto es un tanto ridículo, ya no he hecho nada, me he portado bien, si son las mismas preguntas de siempre no hace falta decirlas. Ya le conté mi vida y ya no reacciono de manera agresiva—dijo sumamente tranquilo sin apartar la vista de la enorme ventana.

—Lo sé, pero tengo que estar seguro. ¿Y qué piensas hacer?

—Rehacer mi vida... mis padres me dejaron herencia—bajó la mirada—siento lastima por todos esos niños que...—unas cuantas lagrimas—no sabía que les hacía daño—comenzó a llorar.

—¿Y recuerdas la expresión de tus padres?—el hombre sólo miró al pelirrojo ahogarse en sus propias lágrimas, tiempo atrás todo eso le causaba gracia, una vez le pregunto si quería saberlo en carne propia lo que sufrieron ellos. Pero por fin se había curado.

Esa tarde hicieron lo posible para que el chico se molestara, si lo hacía pero no reaccionaba de forma violenta: de la manera de esa enfermedad mental.

Foxy lentamente empacaba en una maleta todas sus pertenencias. Cuatro años encerrado lo habían hecho recapacitar en sus actos, al salir se despidió de todos, enfermeras, doctores hasta uno que otro paciente. Al poner un pie fuera de las instalaciones del lugar suspiró hondo, por fin el aire libre, se sorprendió en lo distinto que olía el aire de adentro al de afuera. Se sentía por fin libre, libre de la vigilancia, de los hombres haciéndole un sinfín de preguntas, de los ejercicios patéticos que lo ponían hacer, de la convivencia con locos, de tener todo el tiempo la camisa de fuerza por temor a que matara a alguien dentro del hospital, de nuevo, lejos de las noches de incomodidad por las correas que le colocaban en cada extremidad de su cuerpo.

Sonrió de lado y miró al edificio que dejaba atrás, sólo un año le costó para que los doctores creyeran que estaba bien.

—La mente humana es fácil de engañar—tomó un taxi y subió al coche—hay que engañar a la vista y es todo, ocultar tus actos de la mirada de los doctores—miró por el vidrio de atrás como ese manicomio se alejaba lentamente.

Mi PropiedadWhere stories live. Discover now