Capítulo 4. Mascara de hielo

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Mi rostro había tomado el aspecto de un tomate enfermo, rojo al centro y pálido por las extremidades. Al parecer, mi estado de semi-mareada se esfumó una vez con el mal estar. Unas ligeras gotas de sudor aparecieron en mi frente luego de haberme quedado de rodillas en medio del baño. Me sentía un tanto mejor pero, aun así, fatal.

El silencio de mi casa me anunció que me había quedado sola y no supe a quién rezar por este gran alivio. Lo único que quería era salir toda hecha mierda, descalabrada y pálida, para encontrarme con la imagen perfecta de mi jefe. ¿Cuánto tiempo me hará pasar vergüenza por este accidente? De seguro, mañana en el trabajo todo el mundo hablará por mi espalda.

Me limpié el rostro con agua fría y me lavé los dientes hasta que sentí dolor. Realmente me sentía avergonzada. Qué chat ni que nada, lo único que deseaba era meterme en la cama para sacarme ese frisón que me hacía sudar y temblar como si fuera en un crucero dentro de un verano tórrido.

—¿Estás bien?— escuché la voz de mi jefe en cuanto salí del baño y a poco me desmayé.

—Mejor, gracias.— pasé indiferente por su lado, preguntándome si realmente su voz sonó preocupada o era mi imaginación.

—Toma– me dijo y me volví hacia él confundida .—Tienes suerte de que conservo en mi casa la pastilla adecuada— extendió su mano en la cual se encontraba una pequeña pastilla blanca. —¿Desconfiada?—inclinó la cabeza mientras se mordió el labio.

—Precabida.

—¿Sospechosa?

—Intuitiva.

—¿Qué tipo de lencería lleva debajo de los pantalones?

Me detuve.

«¡Buena jugada chulada de cabrón!»

No llevo nada— me mordí el labio inferior mientras le sonreí coqueta, un tanto tímida, notando cómo sus ojos empezaron a brillar. —¿Me hará caer en un estado de coma?— Cambié el tema de la conversación.

—No puedo provocarle ningún daño mientras está bajo mi propiedad porque esto me agregará dentro de la lista de posibles sospechosos.—Me regaló la misma sonrisa perfecta, sarcástica y con una dosis alta de egocentrismo tan habitual pero por primera vez parecía humano. Un segundo después, como oliendo su efímero, decidió estropear el momento abriendo su bocaza, añadiendo:— No digo que no sería un alivio para mí, pero considero que hay castigos peores que la muerte en sí.

—Más castigada que yo es usted por tener que pasar treinta— me detuve y miré el reloj que tenía sobre la pared— veintinueve días conmigo— recalqué con un pelín ácido de arrogancia.

—Cuando tienes razón, lo tienes— replicó con su arrogante sonrisa de nuevo en sus labios. —Abre la boca.— ordenó de repente y levanté una ceja. —Para metérsela.— añadió y un escalofrío recorrió mi espina dorsal.

—¿Perdón?

—La pastilla, Milla.— se mordió el labio inferior mientras deslicé la mirada por su prominente y firme pectoral que se escondía debajo de esa camisa casual.

Con un gesto brusco, poco femenino y casi bárbaro, agarré la pastilla de su mano y me la metí en la boca. Algo en mí me gritaba en no prolongar más ese momento. Era un hecho que el señor Sinclair tenía un don para usar palabras con doble sentido y, también era evidente la manera en la cual mi cuerpo reaccionaba.

Desde hace seis meses mi vida sexual estaba cerrada por falta de personal, por lo tanto, la manera tan descarada, atrevida y totalmente excitante de mi jefe me hacía querer romperle la camisa y saltarme sobre él. ¡Détente, ya tarada!¿Qué te pasa?, me dije a mí misma, pero también me contesté sola–pasa que si me toca nomás tantito me enciendo y adiós racionamiento, adiós dignidad y tal vez adiós trabajo.

—Gracias, señor Sinclair. Es un gesto sorprendente de su parte.— sonreí con dulzura mientras lo vi sosteniéndose en el borde de mi mesa.

—¿Día infernal?— preguntó con una sonrisa burlona.

—Jefe infernal.— le dediqué una mirada cómplice y lo vi riéndose, riéndose de verdad, con todos sus dientes perfectamente inmaculados.

—¿Por qué aceptaste este trabajo?— soltó de repente.

—Porque no encontré ningún donante de suelto casual andando por la calle.— me encogí de hombros mientras agarré un vaso con agua, tomando un sorbe.

—Es evidente que no tienes ni la menor idea de cómo llevar el puesto de asistente personal— me dijo entonces—le di un vistazo a los informes que preparaste hoy, no son realmente malos pero tampoco se acercan al nivel mediocre. ¿A qué se dedica realmente?

—A la pintura— contesté y sentí cómo mi corazón se aceleró.

—¿Tomó clases de pintura?

—¿Me parezco a una señorita estirada que tiene millones de dólares en su cuenta bancaria para pagar una universidad de arte?

—Entiendo— siseó, mirándome fijamente. —Así que es un hobby.

—Es pasión, es libertad, es lo que me gusta hacer.— sentí la necesidad de defender mis elecciones y mis gustos. —No todos soñamos con llevar un puesto en una empresa de moda de alto nivel, algunos solo queremos viajar y pintar, vivir y sentir.

Tras mis últimas palabras espetadas en voz ácida y dura, nuestras miradas se cruzaron. Un perturbador silencio se había formado, un silencio en el cual pude escuchar su respiración y la mía bailando en esa cocina de lujo. ¿Qué demonios hacía yo con el imbécil de mi jefe en la cochina a las dos de la mañana?

—Creo que es hora de irme— soltó de repente; incorporándose y, poniéndose de nueva la máscara de hielo, añadió—No permitiré ningún otro retraso de su parte, señorita Flow. Si no llega a las ocho en punto, no se moleste en venir.

—Sí, váyase con Dios— me hice una cruz, respirando aliviada—lo acompaño hacia la puerta.

—Señorita Flow— se detuvo en cuanto caminó hacia la puerta, girándose de repente, quedándonos de frente muy cerca, demasiado cerca. —El coche. Dudo mucho que disponga del efectivo necesario para reparar los daños que provocó, así que encontré una forma diversa en cuál podrá remunerarme.

—¿Cuál?— pregunté desconfianza, sintiendo su mala vibra.

—Estará a mi entero antojo. Trabajará por mí veinticuatro horas de las veinticuatro del día, incluso los fines de semana. Tanto en el trabajo como fuera de él.

—¿Qué?— alcé la voz con unos claros decibeles.

—De nada— sonrió satisfecho, caminando hacia la puerta. —¡Buenas noches!— cerró la puerta detrás de él, dejándome con un dolor más grande de cabeza, enloquecida y furiosa.

—¡Hija de tu putísima madre, hermano del satán, primo de Hitler, cucaracha voladora malparida!— exclamé en el silencio de mi casa. —Ya veremos cómo te irá, estúpido, ya veremos, porque al final de todo, por más gallo que sea el gallo, la gallina siempre será la de los huevos.

Te conozco x los zapatos ©®  Where stories live. Discover now