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En cuanto la cuarta campanada sonó Chūya se levantó de golpe.
Su cuerpo estaba sudado y temblaba, los ruegos de la persona que había estado en sus sueños seguían resonando en su mente sin poder apartarles. Quería llorar, jamás le había dolido tanto observar alguna escena, sin embargo, él no tenía una razón para ceder al llanto, se limitó a mirar al rededor de la habitación, intentando despejar su mente. 


Aún no amanecía, una campanada más resonó avisándole eran las 5 de la mañana. La única luz que iluminaba la habitación era la de la luna. Calmando su respiración siguió mirando hasta que algo llamó su atención: en el rincón de la derecha, podía ver una silueta. 


Al inicio creyó era una alucinación pero lo que sea que estuviese ahí abrió los ojos y pudo ver el color que tenían, eran tan rojos como la sangre. Sin pensarlo tomó el cuchillo que reposaba bajo la almohada y, al tenerlo, lo sujetó de forma segura. No era la primera vez que se enfrentaba a criaturas no humanas, el miedo no estaba presente en él, más, si debía ser sincero, en todos sus años como cazador nunca se había topado con unos ojos como esos.
Los temblores que antes estaban en su cuerpo fueron reemplazados por algo de excitación, siempre le emocionaba acabar con esos seres.


Con cuchillo en mano y una sonrisa en el rostro se levantó de la cama y comenzó a avanzar. Cuando estuvo frente a la sombra esta sonrió, mostrando así unos dientes blancos.

- Niño, suelta eso, te puedes lastimar.

La voz estaba cargada de tranquilidad y un deje de burla que sólo le hizo enfadar. Sin dudarlo, con un movimiento fluido clavó el cuchillo en el pecho y sonrió con suficiencia. Le habría gustado algo de acción pero tampoco se iba a quejar por la falta de resistencia.
La sombra cayó al suelo de rodillas mientras jadeaba.

-No soy un niño.


Contestó Chūya y sorpresivamente la criatura empezó a reír. Sacó el cuchillo de sus costillas y lo arrojó a la cama mientras se levantaba con parsimonia. El cuerpo de Chūya se petrificó, era un cuchillo santo, ni un demonio lo resistía.
La criatura avanzó hacia él, las sombras seguían cubriendo el cuerpo, pero unas esqueléticas blancas manos con uñas demasiado largas fueron visibles.


Le tomó de las muñecas mientras seguía riendo. Chūya le pateó y algunos gusanos cayeron. Asustado levantó la mirada para observar cómo el cuerpo se desintegraba en asquerosas cucarachas.

-Te encontré.

Dijo, antes de que más gusanos cayeran sobre el rostro de Chūya.

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Con un grito de terror se incorporó de la cama. Su corazón latía desbocado y su cuerpo entero temblaba.
Observó la habitación y notó era de día, la luz iluminaba todo el cuarto. Con prisa quitó la almohada y confirmó su cuchillo seguía ahí.

-Pesadillas.- Murmuró para sí mientras tallaba su rostro.

La última pesadilla que había tenido fue a los trece: Había soñado a un hombre, un hombre demasiado hermoso matando a otros, sin piedad, sin duda, con una pacífica sonrisa aún cuando los otros le  disparaban.

Convenciéndose a si mismo nada bueno sacaría con seguir recordando se levantó y vistió para bajar a desayunar.

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Aunque había pasado la noche en ese lugar la gente seguía desconfiando. Lo peor de todo eran los odiosos susurro que escuchaba a sus espaldas. Molesto, tras comprar provisiones, acabó con su estadía en ese lugar, deseando que en el pueblo al que iba a llegar la gente no fuese igual de insoportable. Hasta Ezequiel parecía odiar ese pueblo, se veía realmente impaciente por salir pues no dejaba de resoplar ni trotar resonando demasiado los cascos.

Cuando hubieron avanzado al menos un kilómetro su caballo se tranquilizó y él mismo sintió como un peso se quitaba de sus hombros. Y así, con calma y cantando a momentos o charlando con Ezequiel su camino se hizo más ameno y tranquilo.


El ocasiones, la mayoría  lamentablemente, los animales eran mejor compañía que las personas.

Samsāra Where stories live. Discover now