Capítulo 14

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Loreto.


Me encuentro sentada en el suelo de la que solía ser mi habitación, tras mi partida y la insistencia de mi madre por dejar mis muebles en la sucia bodega trasera, mi abuela hizo de la habitación un espacio personal. Un par de sillones estilo Luis XVI rodean una mesilla de té en una de las esquinas, mientras que el lado opuesto es ocupado por una antigua máquina de coser de pedal, los estantes sobre los que se encontraban mis libros ahora son ocupados por fotografías familiares, libros de cocina y muñecas de porcelana.

Me encuentro rodeada de fotografías de hombres arriba de los cuarenta, notas hechas de prisa, una taza de té de frutos rojos y tela de gasa azul esparcida por el suelo, como un recuerdo de mi infancia. Tacho la fotografía del cuarto hombre, un profesor de física amigo de mi padre después de que mi abuela me dice que tiene la cara de un topo con dientes saltones.

­—No entiendo por qué tienes que buscar una pareja para esa mujer —dice mi abuela, mirándome con ternura.

—Porque eso es lo que hacen las casamenteras —suspiro—. Le ayudan a otras personas a buscar el amor.

Mi abuela acomoda la tela que se convertirá en el manto de María bajo la ajuga de su máquina de coser y sacude la cabeza con desaprobación.

—No estoy segura de que una persona que necesita recurrir a otros para encontrar el amor, tenga la capacidad de cuidarlo —comenta—. El amor no es algo que puedes encontrar basándote en un curriculum que encontraste en internet.

Probablemente Alexa argumentaría que es básicamente así como funciona el Tinder, aunque bueno, en realidad en Tinder tienes más posibilidades de encontrar polvos casuales que el amor de tu vida.

—No se trata necesariamente de encontrar el amor para otras personas —respondo, sacando una fotografía más del montón. Esta vez se trata de un rudo crítico de arte que posee una importante columna en un diario nacional—. Es más bien como facilitar la búsqueda de opciones, ahorrarles el trabajo a las personas. Elegimos candidatos basándonos en las características que nos proporcionan.

Mi abuela me observa con cierto recelo.

—Deberían preocuparse por encontrar un novio para ustedes —riñe, medio a juego—. Están tan preocupadas por hallarles amor a otros, que se han olvidado de sus propios corazones.

—Eso no es del todo cierto —me defiendo—, Alexa tiene a Javier y, aunque insistan en negarlo, te puedo asegurar que algún día terminaran juntos.

Ella acomoda el lazo dorado que adorna la orilla del manto.

—Algún día, algún día —repite—. ¿Qué hay de ti? El muchacho que te trajo esta tarde...

—Solo es un compañero de trabajo —interrumpo—. Algunos años menor que yo.

—Serás joven siempre, cariño —bromea.

La alacena de mi madre se encuentra repleta de cajas de té twinings desde que alguien le dijo a mi abuela que esos son los tés que bebe la Reina Isabel, y como fiel admiradora del estilo de la reina de Inglaterra, mi abuela optó por decretar que en su casa solo se consumiría esa marca de té, como la Reina Victoria con la casa real. Una de las cosas que más echo de menos desde que dejé la casa de mi madre es acompañar a mi abuela al súper mercado a comprar sus cajas de té, podía pasar minutos enteros de pie en el pasillo estudiando cuidadosamente cada uno de los sabores. Solía imaginarme a la Reina Isabel de pie junto a mi abuela discutiendo sobre el orden de la leche en el té, por supuesto mi abuela le daba la razón a la reina, la leche se sirve antes, es una regla básica de vida; aunque la verdad es que ella lo prefiere solo. A veces mi abuela peleaba con la reina por la última caja de Lady Grey, y ya que es su favorito, a la reina no la salvaba ni el fanatismo de mi abuela por sus trajes elegantes. Más tarde ella acomoda con cuidado un par de cajas de té verde dentro de la bolsa que contiene el manto que acaba de confeccionar.

Lecciones a CupidoWhere stories live. Discover now