Capítulo 18

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Loreto.

Subí dos kilos desde la tarde de la pastorela, no puedo discernir si se trata de los escombros que ahora se acumulan en la boca de mi estómago tras ver a Renato de la mano de otra chica; o las docenas de galletas que consumí sin parar desde entonces. Al verme en el espejo, con la barriga asomando bajo mi pijama, trato de convencerme que cuando se rompen, los corazones pesan más dentro del cuerpo. Rompo en llanto escuchando la misma canción en bucle, rompo en llanto todo el tiempo, con la menor provocación, una vez tras otra. Renato me rompió de tantas formas que no creo poder reconstruirme nunca. Desde entonces me refugio en la seguridad de mis sábanas, recurro a grandes cantidades de té para mantenerme despierta, Ojeda dejó de escucharse dentro de casa y mi barniz de uñas continúa intacto, con el tono carmín que le solicité a la manicurista para la ocasión.

Lucho todas las mañanas con el sentimiento de pérdida que me acongoja, con el rencor que todavía no logro canalizar porque me niego a permitir que le alcance, porque no quiero odiarle, solo que deje de doler. Resulta increíble que algo tan sencillo como respirar ahora signifique un gran esfuerzo, pero tengo que recordarle a mis pulmones como hacerlo cada determinado tiempo. Mi cabeza me tortura con la imagen de la chica que le acompañaba aquella noche, con todas las razones por las que con ella sí. Haciendo un cuadro comparativo, es más alta, un tanto más joven, algunas tallas más delgada y su ropa no parecer hurtada del museo del FIT, eso solo hablando de la apariencia. Mi madre me dijo una vez que hay hombres que suelen sentirse intimidados ante una mujer inteligente, por esa razón recurren a las que les hacen la vida más fácil; personalmente creo que existe cierto encanto en lo elemental, en la inocencia de lo natural. Incluso si viene cubierto por varias capaz de maquillaje, pestañas postizas y extensiones de cabello.

En punto del medio día, el timbre de casa comienza a sonar, la insistencia en los golpes que acompañan al sonido me obligan a salir de la cama. Elías espera del otro lado de la puerta, con varias bolsas del supermercado colgando de sus manos y una improvisada bandera blanca que armó con un pañuelo y una pluma.

—Vengo en paz —dice, ondeando su bandera blanca—. Por favor, no me abofetees.

—Si no vuelves a robarme un beso, no tendré que hacerlo —respondo, cruzando los brazos.

—¡Yo no te robé nada! —reprocha—. La versión oficial dice que tú también querías besarme.

—¿De qué versión oficial hablas? —averiguo, mirándole con curiosidad.

—Nada —Elías rasca su nuca—. Solo digo que si mi madre pregunta, incluyendo ese, todos los besos que nos daremos serán consensuados.

—¿Disculpa?

—Alexa me mandó para ayudarte con la cita de los tortolitos que tienes esta noche —comunica, cambiando de tema.

Tomás y Diana, por Dios, lo había olvidado.

—¿Por qué te envió a ti? —pregunto, haciéndome a un lado para dejarle pasar.

—Usó sus técnicas de hipnotista y de alguna manera me persuadió de que venir a ayudarte me sumaría puntos.

—¿Puntos en qué?

—En este loco juego de azar llamado amor —responde, golpeando mi brazo con su bandera de paz—. Además, si queremos que esos dos se enamoren, debemos darles una cena inolvidable y no lo vas a lograr con comida pre cocida.

Ni siquiera tengo que pensarlo, no cocino tan bien como él y tampoco tengo ganas de intentarlo. Claro que no tiene que enterarse que su ayuda en realidad me cae de perlas.

—Con una condición —advierto—. Evita tener cualquier tipo de contacto físico conmigo.

—En ese caso —busca en el bolsillo izquierdo de su pantalón—, es mejor que tú te encargues de esto.

Lecciones a CupidoWhere stories live. Discover now