Capítulo 19

67 19 10
                                    


Alexa. 


—Y desde entonces, Marisol no es capaz de ver un hormiguero sin comenzar a rascarse el cuerpo compulsivamente —concluyo la anécdota que le estaba contando a Javier.

La habitación se llena con el sonido jovial de su risa, y me abraza más contra su cuerpo semidesnudo, depositando un beso en mi frente. Se siente cálido y confortante, por lo que aprovecho la cercanía de nuestros cuerpos para entrelazar mis pies con los suyos. Nos encontramos recostados en la cama, hace más de una hora que sonó la alarma, despertándonos a ambos, y desde hace rato que hemos estado hablando de cualquier cosa. Sin saber cómo, le comencé a contar sobre las travesuras que mi hermana y yo hacíamos de pequeñas, arrancándole en más de una ocasión, una carcajada.

—No cabe duda, que desde pequeña eras un caos —comenta divertido.

—Estoy segura que tú también eras así —respondo, deslizando mi mano sobre su pecho, hasta llegar a su cuello para atraerlo a mí y darle un beso corto pero tierno en los labios.

Cuando corto el beso y lo miro, noto que una sonrisa nerviosa ha aparecido en su rostro, acompañada de un sonrojo demasiado evidente.

—Ya que estamos en estas pláticas, debo confesar algo que te parecerá una estupidez —comenta. Le miro con atención, invitándolo a que siga hablando —. Cuando tenía alrededor de unos seis o siete años, e iba con mi mamá a casa de los abuelos en su auto, volvíamos muy noche a casa. Pasando por Acuitlapilco, se alcanzaban a ver las luces de toda la cuidad, entonces mi yo de esa edad, creía que las luces no eran otra cosa que estrellas que sólo podíamos observar desde lejos, que se colaban entre los edificios, y que al acercarnos a ellos, se volvían invisibles a nuestros ojos.

—No me parece una estupidez —le aseguro, pasando el dedo pulgar por su labio inferior —, creo que es demasiado tierno.

—¿En serio te parece tierno? —pregunta, girando sobre su cuerpo para quedar sobre mí. Asiento, acariciando su rostro suavemente, sin quitarle la mirada de encima —. Creí que te burlarías de mí.

—Hoy no. Hoy sólo tengo ganas de comerte a besos —le contesto, besándolo por todo el rostro.

—Estás es tus días, ¿No es cierto? —pregunta burlón —De otra forma, no entiendo por qué estás tan cariñosita.

Tuerzo los ojos y lo empujo levemente, para que se aparte.

—Bonita forma de arruinar un momento lindo —comento, haciendo el ademán de levantarme, pero lo impide al no apartarse de mí —. Quítate, me largo.

—Tú no vas a ningún lado, hasta no haberme comido a besos —asegura, lanzándose a besarme juguetón.

—No, Javier, quítate —le ordeno, en un fingido tono de seriedad —. Ya no quiero estar aquí y debes de respetarlo, así que apártate.

—Sabes que nunca te obligaría a hacer nada que tú no quieras —afirma, mirándome a los ojos —, pero ambos sabemos que te gusta tanto como a mí estar aquí —concluye socarrón, besándome nuevamente.

Lo siento sonreír contra mis labios, y posteriormente se aparta de mí, sentándose en la cama.

—Aún no terminaba —me quejo, incorporándome también.

—Lo sé, pero es tarde, y debemos salir ahora —me recuerda, levantándose de la cama, y comenzando a vestirse rápidamente.

Hace varios días que venimos planeando un viaje al estado de Michoacán, a dos ciudades en específico. Una de ellas, llamada Zamora, que tiene el honor de presumir una de las catedrales más grandes de Latinoamérica, y por la cual, Javier está tan emocionado como un niño que asiste por primera vez a Disney World. Y la otra, llamada Tlalpujahua, que se dedica a fabricar esferas navideñas, con la posibilidad de que el turismo entre a los talleres y realice esferas personalizadas.

Lecciones a CupidoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora