Capítulo 6.

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El laberinto definitivamente era algo agotador e infinito y, mientras Sarah seguía el camino con Hoggle, volvía a comprender aquello.

En su juventud, después de haberse encontrado con un pequeño gusano que le enseñó todos los cruces y aberturas que habían, Sarah pudo darse una idea de cómo moverse dentro del laberinto.

Después de haber cruzado la primera zona del laberinto —la cual estaba llena de ramas secas— llegaron al lugar siguiente en el que habían algunos arbustos.

—Creo que... Deberíamos descansar por un momento —sugirió Sarah, mientras tomaba asiento en el suelo regulando su respiración.

—¿Estás segura? —preguntó Hoggle, aunque también se sentía algo cansado—. ¿No crees que deberíamos aprovechar el tiempo y no perderlo?

Sarah meditó las palabras de su amigo por un instante. Era cierto, no había tiempo que perder y debía apresurarse lo más pronto posible para salvar a sus hijos de las barras del Rey de los goblins. No obstante, debían recuperar un poco su aliento para continuar con la travesía. Si no, podrían terminar colapsando después de caminar por trece horas seguidas, eventualmente.

—Descuida. Descansemos sólo un minuto —comentó la mujer.

—De acuerdo —aceptó Hoggle, tomando asiento junto a Sarah.

Cuando los dos amigos estaban sentados en silencio, algunas voces y ruidos se hicieron audibles. Se trataban de una voz decidida y un poco aguda, y de otra más gutural, y sonidos metálicos, cómo de impactos.

Aquello llamó la atención de Sarah, ya que por alguna extraña razón, las voces le parecían algo familiares.

Antes de que Hoggle pudiera hacer algo, Sarah se puso de pie en busca de la razón de tanto estruendo. Entonces, lo que vio a continuación la llenó de sorpresa y felicidad: Ludo, el gigante monstruo peludo, y Sir Didymus, la valiente criatura, se encontraban practicando esgrima o al menos, esa es la impresión que daban.

Ludo se dedicaba a mover torpemente la espada horizontalmente, y Sir Didymus, con movimientos rápidos y habilidosos, esquivaba a Ludo e impactaba su espada contra la de su oponente.

—Sir Ludo, debéis tratar vuestra espada con delicadeza —indicó Sir Didymus, al notar los movimientos bruscos del monstruo.

Ludo lo intenta —explicó el otro.

Sarah rio al observar a sus viejos amigos. Por más que hubiera querido esperar a que terminara la sesión de esgrima, se adelantó y corrió a saludarlos a ambos.

—¡Ludo! ¡Sir Didymus! —exclamó Sarah, con inmensa alegría.

No obstante, ninguno de los dos contestó. Ellos se limitaron a mirar confundidos a Sarah.

De pronto, algunos pasos a espaldas de la mujer se hicieron presentes; Hoggle había alcanzado a Sarah, y ahora se encontraba junto a ella.

—No me abandones —le dijo el enano, a la mujer.

—Sir Hoggle, ¿podéis decirnos quién es la dama que os acompaña? —preguntó Sir Didymus.

—No me puedo creer que yo haya estado así hace unos momentos —comentó Hoggle para él mismo, antes de alzar la voz y responder—: ¡Es Sarah! ¿Qué no la recuerdan?

El monstruo vaciló por unos segundos, pero finalmente se decidió a acercarse lentamente hasta Sarah. Cuando ya se hallaba en frente, Sarah extendió su mano hacia el rostro de Ludo y comenzó a acariciar su barbilla.

Ludo miró a los ojos a Sarah, y la vio detenidamente. Ahora, ya no como si fuera una extraña.

—Hola, Ludo —comentó Sarah, mientras le dedicaba una cálida sonrisa al monstruo peludo.

¡Sarah! —exclamó Ludo, con felicidad. Parecía que él se encontraba sonriendo.

Entonces, con mucho cuidado, ambos intercambiaron un abrazo.

—¿Mi Lady? —preguntó Sir Didymus, y Sarah volteó a verlo, después de separarse de Ludo.

—Qué gusto me da volver a verlo, Sir Didymus —admitió Sarah, antes de agacharse hasta quedar al tamaño de la criatura, y envolverlo también en un abrazo.

—No puedo creerlo —comentó Sir Didymus—, ¿sabe, mi Lady? Ha cambiado, pero sigue siendo hermosa.

Cuando se separaron del abrazo, Sarah rio suavemente ante el cumplido.

—Es usted muy gentil, Sir Didymus. Ustedes tres no han cambiado nada, y siguen igual de bien como los recordaba.

Sarah —dijo Ludo.

—¡Verla de nuevo es una grata sorpresa! ¿Y qué os trae por aquí, mi Lady? —preguntó Sir Didymus.

—Verán, Hoggle y yo nos dirigimos al castillo. Cometí un muy grave error, y debo salvar a mis hijos de el Rey de los goblins.

—¡El rey! —exclamó Sir Didymus.

¡Hijos! —exclamó Ludo.

—Exactamente —coincidió Sarah—. Si no llego rápido al castillo, sólo Dios sabe lo que Jareth hará con mis hijos.

—¡No hay tiempo que perder, mi Lady! —indicó Sir Didymus—. Sir Ludo, debemos acompañar a nuestros amigos en su travesía. Salvemos a los pequeños del monarca que gobierna nuestras tierras.

—¿Quieren acompañarnos? —dudó Sarah.

—¡Por supuesto! —aceptó Sir Didymus.

¡Castillo! —añadió Ludo.

—Se los agradezco mucho.

—No hay nada que agradecer, mi Lady —Sir Didymus, guardó su espada  y exclamó—: ¡Vamos! ¡Rescatemos a esos jovencitos!

Entonces, los cuatro amigos continuaron con el camino hacia la Ciudad de los goblins.

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