Capítulo 21.

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Sarah y sus amigos cruzaron el gran portón que daba directo a la Ciudad de los goblins.

A Sarah le pareció muy extraño que la llegada a la Ciudad fuera tan tranquila. Después de todo, en el pasado, cuando habían llegado al mismo portón un gigantesco goblin robot les había impedido el paso y casi acababa con ellos.

Anteriormente —con la gran ayuda de Hoggle— tuvieron que derrotar al robot para pasar. Ahora, lo único que tuvieron que hacer fue cruzar la puerta y empezar a caminar por el lugar.

La Ciudad de los goblins no había cambiado en nada desde la última vez en la que Sarah la había visitado. Las extrañas casas, la gran fuente en el centro y el majestuoso castillo a lo lejos; todo lucía exactamente igual.

—¡Vaya! ¡Qué pacífica se percibe la ciudad! —comentó Sir Didymus, y Ambrocius ladró como si pensará lo mismo que su jinete.

—Así es. Todo está muy tranquilo —comentó Hoggle—. Creo que no nos esperan.

—No lo sé —admitió Sarah, con desconfianza—. Todo esto me parece muy sospechoso.

Malo —dijo Ludo.

La Ciudad de los goblins no eran tan grande, por lo que no tardaron en atravesarla.

El castillo de Jareth estaba cada vez más cerca, y todo aquello le parecía bastante extraño a Sarah. A lo largo del camino, el Rey de los goblins se había estado encargando de plantar innumerables trampas para ella y sus compañeros, y ahora que cada vez estaban más cerca, ¿por qué no se había molestado en hacer algo?

Sarah decidió que lo mejor sería no preocuparse y continuar con su camino. Por un momento, pensó en sacar el reloj de bolsillo para averiguar cuánto tiempo quedaba. De hecho, su mano estaba muy cerca del reloj. No obstante, la apartó y creyó que no era importante ni necesario.

De pronto, un rugido de Ludo provocó que todos se sobresaltaran. Al voltear, vieron cómo el monstruo caía al suelo.

—¡¿Ludo?! —exclamó Sarah, antes de correr hacia él e hincarse—. ¡¿Te encuentras bien?!

Entonces, un ladrido de Ambrocius y un corto alarido de Sir Didymus se hicieron audibles.

Sarah giró y también observó cómo el perro y su jinete caían al piso.

—¡Sir Didymus! ¡Ambrocius!

La mujer se puso de pie, pero antes de que pudiera acercarse al pequeño caballero, se escuchó la voz de Hoggle:

—¡Sarah, corre!

—¡¿Q-qué...?! —dudó ella, a medias.

Sarah quedó paralizada, y fue así que pudo ver desde una esquina a un goblin guardia que con una cerbatana le lanzaba un dardo a Hoggle en el cuello. La mujer ahogó un grito cuando vio como el enano caía también.

—¡Hoggle, no!

Antes de que pudiera acercarse a su amigo, escuchó pasos cerca.

—¡Alto! ¡Estás rodeada! —indicó una voz chillona.

Cuando Sarah se percató de su posición actual, notó que estaba en problemas; efectivamente, estaba rodeada por veinte goblins guardias.

La mujer se sintió intimidada y desesperada. Intentó escapar por una esquina, pero dos goblins le cerraron el camino con sus armas.

Sarah trató de huir por otro lado, y otros dos guardias le impidieron el paso. Hizo lo mismo dos veces más y no tuvo éxito.

De pronto, los goblins comenzaron a acercarse a ella poco a poco, dejándola con un espacio limitado.

—¡N-no se me acerquen!

Sarah se sorprendió cuando notó que los goblins se detuvieron; la habían obedecido.

Sin embargo, la sorpresa duró muy poco, ya que la mujer sintió un dolor punzante en el cuello.

Sarah extendió su mano y extrajo un dardo. Ella miró a su alrededor y se percató de que uno de los guardias contaba con una cerbatana cerca de su boca.

La mujer comenzó a marearse y su visión se fue nublando. Aún así, pudo ver a lo lejos la silueta del Rey de los goblins, que observaba toda la escena desde una de la ventana de una de las torres más altas del castillo.

Antes de perder la coordinación por completo, Sarah frunció el celo y alcanzó a señalar a Jareth con intenciones de lanzarle una gran amenaza.

Abrió la boca para gritarle, pero su plan no pudo concretarse, ya que en cuestión de segundos, el cuerpo de Sarah no pudo más y colapsó.

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