Capítulo 9.

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Afortunadamente, los cuatro pudieron dejar atrás la zona de pantano y retomaron el camino por el laberinto común.

Después de avanzar por unos minutos, se toparon con un paso cerrado y con una criatura extraña, semejante a una cabra antropomorfa.

—Disculpe —se dirigió Sarah al raro ser—, ¿sabe a dónde tenemos que ir para llegar al castillo?

—No lo sé —contestó la cabra—. La única opción que tienen es pasar por alguna de estas puertas y averiguar a donde los lleva.

—¿Qué... Qué puertas? —Como si las palabras de Sarah fueran palabras mágicas, ante el camino cerrado se aparecieron dos puertas: la primera con manija plateada, la segunda con manija dorada, la tercera con manija cobriza y la cuarta con manija platinada.

—¡Claro, las puertas! ¡Cómo pude haber sido tan torpe! —comentó Sir Didymus.

—¡Cierto! —coincidió Hoggle.

La última vez que Sarah había estado en el laberinto, no recordaba haber visto aquellas cuatro puertas. Sin embargo, sus amigos sí las conocían. Sarah pensó que seguramente habían cambiado muchas cosas durante los años que estuvo fuera.

—¿Y a dónde llegan? —dudó la mujer.

—Una llega al castillo —comenzó la cabra—, otra llega al inicio del laberinto, otra dirige hacia un oblivio y otra simplemente continúa el laberinto.

—¿Y cuál puerta debo elegir?

—Yo no lo sé, nunca las he usado —respondió la criatura—. Entonces, ¿qué puerta vas a escoger? ¿La uno? ¿La dos? ¿La tres? ¿O la cuatro?

—¡Es la cuatro, Sarah! —indicó Hoggle—. La puerta número cuatro es la que lleva al castillo.

—¡Es cierto, mi Lady! —coincidió Sir Didymus—. La primera continúa con el laberinto, la segunda lleva al oblivio y la tercera llega al inicio.

—Entonces vamos por la puerta número cuatro —aceptó Sarah.

Puerta —dijo Ludo.

Entonces, la cabra abrió la cuarta puerta. El fondo se veía oscuro, pero los amigos caminaron hacia ella; primero Sarah, después Ludo, seguidos por Sir Didymus y hasta el final, Hoggle.

Cuando ya se hallaban dentro, la cabra cerró la puerta y un estruendo hizo eco dentro de donde los cuatro se encontraban.

—¡Qué extraño! —comentó Sir Didymus.

—¿Es normal que esté demasiado oscuro? —preguntó Sarah, antes de toser, a causa del polvo que se alzaba en el espacio.

—No, no pienso que sea normal —comentó Hoggle.

Después de caminar algunos pasos, el suelo comenzó a crujir y terminó por romperse. Entonces, los cuatro gritaron al caer hasta acabar en el suelo. Los amigos habían caído en un oblivio.

Sarah volvió a toser, antes de cuestionar:

—¿No habían dicho que la puerta número cuatro era la que llegaba al castillo y la puerta número dos al oblivio?

—¡Ésta era la puerta correcta! —contestó Hoggle.

—Así es —apoyó Sir Didymus.

—No puede ser —comentó la mujer, antes de ponerse de pie al igual que sus compañeros—. Esto es muy extraño. Debe ser... Debe ser una trampa.

—¡Exactamente! ¡Todo ha sido una trampa! —Una voz familiar se hizo presente desde lejos: Jareth.

En cuestión de segundos, el Rey de los goblins apareció frente a ellos, acompañado de una sonrisa maligna y burlona.

—¡Vaya, vaya! ¿Qué tenemos aquí? —cuestionó Jareth—. El pequeño que se cree caballero, la bestia, ¡y Hoghead!

—Mi nombre es Hoggle —defendió el enano.

—Tienes razón, Sarah —dijo el Rey, ignorando a Hoggle y a los demás—. Esto se trata de una trampa.

Jareth comenzó a caminar alrededor de ellos, cómo un animal que acecha a sus presas, mientras siguió hablando:

—Verás, ya que estos traidores que te acompañan conocen tan bien el laberinto, pensé en algo: ¿por qué no cambiar el laberinto un poco?

Eso explicaba la razón por la que habían llegado a un destino equivocado a través de la puerta correcta, y también el por que había aparecido una zona pantanosa a mitad del camino.

—¿No has cambiado nada en estos años, no es así? —desafió Sarah—. ¡Tramposo!

—¡Cuida tus palabras, Sarah! Recuerda que tengo a los niños en mi poder —advirtió Jareth.

—¿Qué has hecho con ellos?

—No he hecho nada o... ¿o sí?

—¡Ni se te ocurra hacerles algo! Si les pones una mano encima yo--

—¿Tú... qué? Tú no puedes hacer nada.

En lugar de seguir alegando, Sarah se limitó a mirar a Jareth con desprecio.

—¡Ah! Y ustedes tres vayan con mucho cuidado —amenazó Jareth, señalando a Ludo, Hoggle y Sir Didymus—. ¿Decidieron ponerse en mi contra por segunda vez? Entonces ya verán lo que les espera.

Los cuatro se quedaron en silencio, y miraron como el rey continuaba paseándose por el oblivio. De pronto, el monarca se detuvo, apareció en su mano un reloj de bolsillo y se lo arrojó a Sarah.

La mujer lo atrapó y miró el peculiar reloj, que al igual que todos en el laberinto, marcaba 13 horas en lugar de 12. El tic tac del reloj se hizo presente.

—¡Quedan nueve horas restantes! Nueve horas —indicó Jareth, antes de desaparecer.

Sarah analizó el reloj de bolsillo con atención y comprobó que las horas que faltaban que decía el rey estaban plasmadas en el artefacto.

—N-no os asustéis, mi Lady. Llegaremos antes al castillo —animó Sir Didymus.

La tierra bajo los pies de los cuatro comenzó a temblar, al igual que los muros del oblivio. De pronto, éste empezó a crujir y poco a poco fueron cayendo algunas piedras.

—¡Va a colapsar! ¡CORRAN! —exclamó Sarah, antes de que los cuatro huyeran para salvar sus vidas.

Sarah y sus amigos escaneaban con la mirada cualquier esquina en la que pudieran refugiarse del derrumbe que estaba a punto de suceder. Sin embargo, no había ningún lugar seguro.

Antes de que las rocas impactaran contra los cuatro, Ludo comenzó a rugir. Entonces, las piedras se detuvieron y cayeron lentamente en el suelo, sin provocar algún daño.

Sarah, Hoggle y Sir Didymus estaban impactados. Claro, después de todo, Ludo podía controlar rocas.

El monstruo volvió a rugir, y todas las piedras comenzaron a despejarse de poco a poco. Así, los cuatro podrían salir del oblivio.

—¡Gracias, Ludo! —agradeció Sarah, mientras abrazaba a su gigantesco amigo.

Rocas... amigas —expresó Ludo, sonriente.

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