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Cuando dicen que todo entra por los ojos, es verdad. Todo empieza con la atracción, pura y trivial. Con su pelo largo y castaño que roza sus caderas cuando camina, con sus labios gruesos y rosados que se abren despacio antes de besarme. Con sus ojos grandes y sus pestañas profundas que me miran, no como cualquier otra chica en este bar mugroso me mira: con deseo. Ella me mira de manera diferente, me mira más allá de mis bíceps y mis tatuajes, me mira con la insaciable curiosidad de un niño que hurga desesperadamente en mi pasado, queriendo saber más. Y con la inmensa necesidad de una madre, de curar las heridas que ella no me causó.

Pero a veces lo que te une a una persona no son las noches de juerga o la complicidad para cometer un crimen. No es la inclinación por las películas de acción a las que aprendimos a colarnos juntos, los libros del género policial que tenía el hábito de tomar prestados sin permiso hasta que mi mejor amigo obtuvo su primer trabajo en una librería independiente y empezó a cubrirme, o el hecho de pertenecer al mismo equipo de fútbol en las pichangas que se juegan en tu barrio. No te une un gusto en común como el de la comida chatarra en abundancia o las infaltables noches de videojuego como las que comparto con Renny desde pequeños. Lo que me unía a él era que no importaba lo que hubiese pasado, no importaba que se hubieran burlado de él en el último partido porque sus zapatillas se caían a pedazos y es que sus padres no tenían dinero para comprarle unas nuevas, o que mi madre hubiera tenido que trabajar un turno extra nuevamente aquella noche para que hubiese un plato de comida en la mesa al día siguiente. Nunca, ninguno de los dos, se ausentó a una de esas noches.

Y lo que me unía a Liv, inevitablemente, era que más allá de la atracción física, nosotros compartimos algo que no cualquiera tiene con quién compartir. Nosotros compartimos la soledad, una soledad que solo alguien que ha experimentado el abandono comprende y que ninguno de los dos tiene la necesidad de expresar con palabras. Ella alivia ese vacío que yo no sabía que tenía y yo quiero, desesperadamente, poder aliviar el suyo. Ese vacío que soy capaz de ver a través de sus ojos, aunque ella tampoco quiera admitir que lo siente. Liv exudaba vigor y autosuficiencia el día que la vi por primera vez, parada en mitad de aquel callejón que no tenía apariencia de haber pisado nunca. Sin embargo, el aire húmedo y cargado por la noche no consiguió hacerla ver frágil en ningún momento. Pero, más allá de su aspecto seguro y su postura firme, sus ojos marrones clavados en los míos delataban esa vulnerabilidad que ella se esforzaba por ocultar y revelaban una historia que, de inmediato, sentí ansías por conocer.

—¿Se puede saber qué pasó con tu celular? ¿Te lo decomisaron? —el pelo rojo de Kara flamea y su rostro arde de manera semejante a causa de la ira.

—Estaba ocupado —respondo cortante.

—Ocupado —ironiza.

—Ya, Kara, pareces su madre —llega acompañado de una risa femenina. Kara fulmina a Nerea con la mirada, pero esta no parece inmutarse en lo absoluto. Está más bien concentrada en seducir al vocalista de la banda de rock que se presentó esta noche.

—¿Qué pasa? Las escucho cacarear desde la entrada —Logan se planta frente al grupo con las ínfulas de grandeza que lo caracterizan y que no ha perdido desde el último incidente. Una avalancha de estruendosas risas se desata aún sobre la música para alimentar su egocentrismo y Kara no tarda en tomar a su insoportable pupila del brazo para obligarla a levantar su trasero del asiento a su lado y arrastrarla lejos del grupo. Sasha se queja cuando es arrancada de su puesto en la mesa, pero no opone resistencia. Aquella escena no consigue más que animar el jolgorio del cual yo no me siento parte. A veces pienso que no los considero mis amigos más que por costumbre y tal vez por conveniencia, ya que no tenemos nada en común: ni las mismas metas ni la misma idea de diversión.

—¿Por qué no vas con las chicas? —Logan se dirige a la morena.

—¿Qué pasa? ¿Tienes miedo de que te vuelvan a acusar? —Logan tenía la firme sospecha de que alguno de los enemigos que se había ido ganando en el camino era el responsable de que nos hubieran atrapado la última vez. De otra forma, era imposible que su plan hubiera fallado. Pero la indiscreción, por supuesto, no había salido de su boca y todos los demás lo habían negado rotundamente. ¿Quién más chismoso que una chica?

DesadaptadosWhere stories live. Discover now