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Tal como Nik lo había predicho, Roger y Sonia estuvieron de visita a la mañana siguiente. Ambos lamentaron que no pudiera viajar, pero 'lo más importante era que me recuperara'. Esperé al menos veinte minutos para preguntar por Nik, como quién pregunta por el clima primaveral fuera de estas cuatro paredes o comenta sobre lo terrible del tráfico de la ciudad. Otto, el otro empleado del taller, había tenido algún inconveniente y Nik se había quedado encargado. Trato de disimular mi cara de decepción y la conversación prosigue por otro lado. Me era imposible pretender interés por cualquiera que sea el tema y nunca estuve más agradecida que cuando decidieron dejarme sola para irse a almorzar, después de que insistí en que no pasaría mucho tiempo antes de que mi abuela volviera de su cita con el oftalmólogo, cuyo consultorio por suerte también quedaba a dos horas de distancia.

La visita que definitivamente no esperaba fue la de Luisiana, quién se apareció sola aquella tarde después de clases.

—¿Qué haces acá?

—No pienses que vengo por ti —la mueca en su rostro solo refleja lo absurdo de mi cuestionamiento—. Solo estoy... matando el tiempo mientras espero a mi papi para ir de compras.

—¿Y no se te ocurrió una mejor forma de matarlo? —hago énfasis en la palabra que ella utilizó.

—Tú debes saber. Pareces un muerto viviente, ¿Qué fue lo que te paso? —finge sorpresa y yo la ignoro.

Luisiana desvía la mirada hacia la mesa portátil donde yacen los restos de mi almuerzo. Un plato medio lleno de sopa desabrida y sin una pizca de sal, el segundo casi intacto y un pudín de muy mal aspecto como postre. Además de alguna especie de infusión que no tiene pinta de tener buen sabor y, efectivamente, no lo tiene.

—¿Sabes que tendrás que terminarlo no? ¿Y sabes donde se irá todo después de que te lo hayas comido? Todo tu sacrificio se irá al tacho.

Me levanto de mi cama de un salto, consigo disimular el mareo que esto me produce y cojo el plato de fondo entre mis manos para caminar hasta el baño y vaciar la comida en el inodoro. Tiro de la cadena y salgo del pequeño cuarto para encontrarme nuevamente con la mirada divertida de la rubia, quién parece estar disfrutando el entretenimiento que le ofrezco.

—Ay Liv, quién diría que serías tan tonta para obsesionarte con algo así.

—¿Acaso tú no tomas las anfetaminas por el mismo motivo? —su sonrisa se convierte en un ceño fruncido.

—Te equivocas, yo estoy perfectamente conforme con mi cuerpo.

—Parece ser que es lo único con lo que estas conforme —la veo entornar los ojos—. Me enteré que viajas a Argentina —sus labios se curvan en una sonrisa presuntuosa—. ¿Qué dice tu papi? ¡Ah cierto! Otra vez eres la segunda opción, debe estar tan orgulloso de ti. Felizmente convencí a Alexis de que tomara mi cupo —se ríe irónica.

—Yo fui mejor que Alexis y Gerda lo sabe.

—Quizás, pero dudo que Gerda quiera llevar a una adicta a representarnos en el extranjero. Sabes que te piden un examen médico para poder concursar, ¿no?

—No sabes de lo que hablas —todo su delgado cuerpo se tensa y sus ojos centellean a causa de la ira.

—Sé que, igual que yo, necesitas ayuda —le sostengo la mirada, pero sus ojos permanecen duros, imposibles de conmover—. Solo se trata de que tomes la decisión de mejorar Luisiana, nadie te va a juzgar.

Me encuentro a mí misma dando un consejo que en todo este tiempo yo no había sido capaz de seguir e intentando ayudar a la persona que me había ocasionado tanto daño. Pero no era culpa de Luisiana que yo estuviera hoy aquí, yo era la única culpable de todo esto. Y me ponía mal saber que otras personas habían salido también afectadas por mis errores. Me dolía ver que quisieran ayudarme porque era culpa mía estar así. Sin embargo, no era tan fácil como decir "hoy voy a cambiar y seré feliz". Era todo un proceso que lleva mucho tiempo y que sabía que no podría atravesar sola. Y ella tampoco.

DesadaptadosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora