Jaque

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Cuando Draco abrió los ojos, le palpitaba la cabeza. Tenía un dolor punzante en las sienes, un hormigueo en la cicatriz del pómulo. Luchó por enfocar la vista, sin mucho éxito.

Se sentía exhausto. Vacío.

Al intentar moverse, los músculos no le respondieron más que con un calambre por adormecimiento de las extremidades, y un tintineo. Aquello lo despertó por completo. Levantó la cabeza, intentó girarse, buscar.

El aire era húmedo, denso, frío. Ese tipo de aire que consigue deslizar una sensación pegajosa por tu nariz y garganta, quedarse instalado en el pecho. Tenía los brazos extendidos, sobre la altura de la cabeza, el resplandor que captaba por el rabillo del ojo debía pertenecer a ataduras mágicas. Por el tintineo, asumió que eran cadenas. Había un hechizo para eso y otro para deshacerlo, lo sabía. Si pudiese…

Se retorció, golpeándose la espalda contra una pared que tenía detrás. No sentía el peso del cinturón donde colgaba la varita.

Por supuesto que no iban a permitirle quedarse con su varita. Echó la cabeza hacia atrás, recibió un segundo golpe en la parte posterior y ahogó un quejido cuando el mundo dio vueltas por un instante. Los párpados le pesaban.

Llamó, en voz baja, a alguien. Los últimos rostros que recordaba eran los de Harry y Neville, pero cuando pronunció sus nombres, nadie contestó. Creyó que estaba solo, hasta que escuchó un débil carraspeo.

Localizó su varita, incluso antes de identificar a quien la portaba. Sus ojos se detuvieron en el rostro del hombre. Ya no lucía por completo como el padre de Pansy, aunque sus bordes aún se difuminaban un poco; en el cuello, por encima de la ropa, le nacía una mancha verdusca, medio amarillenta, medio grisácea, que se le extendía hacia la mandíbula y la oreja izquierda, alcanzaba partes del rostro y deformaba sus facciones. Facciones que también cambiaban.

Un instante, era el hombre que había hablado con él debajo de la Mansión. Al siguiente, un Riddle varias décadas mayor que el del diario, con canas en la mitad del cabello y la cicatriz mágica en el rostro, que le dejó su madre. La piel en carne viva se cubría de a ratos, se disimulaba. La marca de la mordida de Nagini no.

Lo había poseído a él también. Cuando la Mansión se caía, cuando los Mortífagos intentaban salvarse, había poseído al señor Parkinson.

La burbuja tendría que haber resistido el derrumbe.

Si no hubiese estado tan cansado, habría comenzado a maldecir el terrible fallo de su escape. Tendría que haber destruido la burbuja, lo sabía. No tenía idea de cómo podría haberlo logrado, pero debió hacerlo.

El hombre se había sentado en un banquillo frente a él, un metro los distanciaba. Mantenía las piernas cruzadas y hacía girar la Varita de Saúco entre los dedos. Draco lo observó fijamente, adoptando su expresión más tranquila. Requirió de un esfuerzo extra cuando se dio cuenta de que no tenía idea de qué ocurrió con el resto.

—Fue un buen hechizo.

Cuando Draco no hizo más que fruncirle el ceño, Parkinson/Riddle volvió a girar la Varita de Saúco. Parecía demasiado tranquilo. No podía ser una buena señal.

—Me hubiese gustado acabar contigo para tenerla —Agitó la varita en el aire—. Mataría por ella. Pero supongo que puede esperar, puedo resolverlo. Tendré todo el tiempo del mundo para hacerlo.

Notó que las manos le temblaban. No era el clásico temblor de alguien asustado, eran débiles espasmos, de esos que impedían sostener objetos pesados o mantenerse quieto por mucho tiempo. Debido a lo que sostenía, era más obvio cuando se sacudía de pronto y fingía que no sucedía, aún jugueteando con la varita.

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