2. Metiendo al diablo en casa

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Salí del restorán cuando las sombras ya habían abrumado la atmósfera, y el sol se había ocultado detrás del horizonte. Había hecho muchas horas extras, muchas, muchas horas extras, trabajé casi de sol a sol, sólo me restaban un par de horas para dormir y volver a trabajar mañana por la mañana nuevamente. No acostumbraba a hacer horas extras, pero en estas circunstancias tan catastróficas, en la que me había atrasado tres meses de renta y acumulado una creciente deuda médica, debía hacerlo, debía hacerlo por mi madre, que era la única persona que tenía en el mundo.

Caminé por la acera, escondiendo mis manos en los bolsillos de mi campera, la noche era fría, y una débil brisa helada silbaba a mis oídos. Estuve atenta durante todo el trayecto, podía sentir aquella presencia oscura, cada vez la sentía más fuerte, en mi pecho, como si lentamente se estuviera infiltrando por mis poros hasta llegar a mis huesos, parecía el comienzo de una enfermedad. Tal vez estaba pescando un refriado, o por lo menos, mi mente me decía que piense en algo racional. ¿Qué se estaba metiendo en mi cabeza últimamente?, ¿manos demoniacas?, ¿presencias molestas? ¡Todo producto de mi imaginación, seguramente!

Cuando llegué a la cuadra donde estaba mi departamento, automáticamente mis ojos viajaron a la vereda de enfrente, quería cerciorarme de que aquel misterioso chico todavía no estuviera allí, y sí, había desaparecido, no lo veía por ningún lado, en mi garganta se formó una extraña punción quemante, no podía creer que sintiera decepción por qué no estuviera allí. ¿En qué estaba pensando? ¡Debería sentirme feliz porque aquel chico no estaba acechándome!, pero misteriosamente su ausencia me disgustaba, y hacía comprimir mi pecho de forma extraña.

No, mis ojos no encontraron al misterioso chico de negro, sino que algo mucho peor, cuando me acerqué a mi departamento un hombre entrado en los cuarenta años estaba apoyado sobre la pared de mi departamento, llevaba una pesada campera azul noche, y un gorro de lana viejo y pringoso, lleno de caspa y una sustancia aceitosa, que de sólo verlo me producía nauseas al imaginarme el hedor que podría llegar a expedir aquella descolorida lana si acercaba la nariz a un metro de él. Lo conocía muy bien, venía a buscar la renta.

— ¡Amanda!, ya era hora que llegaras, esta no es hora para que una mujer deambule sola por la calle — me dijo de forma fastidiosa.

— Estuve haciendo horas extras, necesito dinero — le respondí mientras abría mi cartera para buscar en el interior la llave de mi apartamento.

— ¿Eso quiere decir que tienes el dinero del alquiler? — me preguntó, pude ver como los ojos se le iluminaron con esperanza, vanas esperanzas.

— Lo siento, todavía no cobro — le respondí haciéndole una mueca de disculpa, pero sabía que no era suficiente por la mirada asesina que el pringoso me estaba enviando.

— ¡Estoy harto de tus excusas! — gritó levantado el dedo índice, señalándome como si fuera una amenaza.

— Lo siento, mi madre...

— ¡NO ME IMPORTA TU MADRE! — me interrumpió tomándome bruscamente del brazo, dándome fuertes sacudones, haciendo que perdiera el equilibrio y soltara mi cartera, donde el contenido de ésta se desparramó por la fría acera, intenté soltarme de su agarre, pero él era muy fuerte, hundía sus gruesos dedos en mi carne como si fuera una prensa, no pude más que gemir asustada— ¡Ni tampoco ninguna de tus excusas! ¡Me debes dinero! ¡Y si no me lo pagas yo te juro que...!

— ¿Qué? — lo interrumpió una fuerte voz masculina — ¿Qué harás?

Los ojos del pringoso viajaron de mí al joven que se paraba frente a nosotros, vaciló unos momentos, como si se hubiera sentido intimidado, pero luego reforzó el agarre en mi brazo dando un gruñido gutural, como si fuera un animal peligroso al que hay que temer.

DaemoniumDonde viven las historias. Descúbrelo ahora