7.Anne

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Nací el 20 de enero de 2002.
No fue un nacimiento común, mi madre no pudo ir a ningún hospital.
Mi madre, la que ahora es "madre general" de los habitantes de las afueras en aquel entonces tenía 18 años.
Nunca me contó la historia completa de por qué tuvo que irse de casa, de por qué dejó todo atrás.
Pero nunca pude evitar culparme a mí misma por ello.
Aquel día ella estaba aquí, con un puñado de adolescentes de su edad que se encontraban con ella en una habitación de uno de estos edificios que por aquel entonces era un internado.
Originalmente no todos en el internado conocían mi existencia, puesto que mi madre, con ayuda de algunos chicos más, especialmente de su amigo Gabriel, lograron mantenerme más o menos en secreto, a excepción de algunos de los empleados del centro y de un puñado de amigos comunes de ambos.
Gabriel y Verónica, dos jóvenes del centro se habían convertido en los mejores amigos de mi madre, y estaban interesados en toda forma de expresión, por lo que habían estudiado cada uno varios idiomas y sabían hablar lenguaje de signos y Código Morse.
Muchas noches ellos tres se enviaban mensajes a través de la pared en Morse, dado que mi madre y Verónica compartían habitación y la de Gabriel era la contigua.
Los dos siempre seguían a mi madre a todas partes y le ayudaban con todo lo que necesitaba, al igual que ella les ayudaba en todo lo que le era posible.
Cuando cumplí un año decidieron hacer pública mi existencia, para celebrar con el internado entero mi primer cumpleaños.
Mi madre dice que fue la mayor (y más bien única) fiesta que hubo aquí en aquel entonces.
De alguna forma muchos de los internos se las apañaron para hacerme muñecos cosiéndolos con trozos de ropa suya. Muñecos que aún a día de hoy atesoro. Originalmente todos creyeron que Gabriel era mi padre, incluso yo lo creía así.
No era difícil de asumir, teniendo en cuenta que aquel joven que, por aquel entonces tenía tan solo 20 años siempre estuvo con mi madre en todo momento, incluído en mi nacimiento, dándole la mano mientras una enfermera sin experiencia de matrona asistía a mi madre en el parto.
Siempre se les veía juntos a ellos dos. Incluso a veces Verónica parecía querer dejarlos a solas, como si no quisiera estorbar.
Y todos creímos, bastante seguros, que Gabriel sentía algo muy fuerte por mi madre.
Seguramente eso le llevó a ayudar en la crianza de su hija, o sea, yo.
Sin embargo mi madre siempre parecía mantener una distancia emocional prudente de Gabriel. Asegurándose de no alejar su relación de una gran amistad.
Cuando hice los 7 años, este sitio del cual ahora mi madre, Gabriel y Verónica habían pasado a ser ayudantes de los directores, dejó de ser un internado.
Por lo visto el gobierno del momento quería convertirlo en una especie de zona de reclusión para aquellos que quisiera mantener alejados de la ciudad.
Un campo de castigo.
Los del internado se vieron ante la elección de permanecer allí, o formar parte de la ciudad, ciudadanos dignos de ella.
Si permanecían allí serían vistos como recluídos, a pesar de no haber cometido error alguno.
Todos los directores del internado se fueron al centro de la ciudad, abandonando este lugar, y mi madre se quedó agarrando mi mano mientras se despedía de ellos.
A pesar de que los directores se fueran todos a la vez, el resto de internos y de ayudantes, como Verónica o Gabriel dudaron más en su decisión.
Verónica tardó una semana más que los directores.
Y al despedirse me regaló una pulsera que era una especie de cadena de metal.
Verónica sabía cuanto me gustaba ese regalo puesto que desde muy pequeña siempre jugaba con la pulsera teniéndola Verónica en su muñeca.
Primero me dio un beso a mí en la frente, y luego se acercó a mi madre.
Hubo unos segundos de silencio en los que mi madre miró fijamente a Verónica, hasta que ambas se envolvieron en un gran abrazo echándose a llorar.
-Volveremos a vernos- repitió una y otra vez Verónica hasta que cruzó la reja de metal que separaba la ciudad de las afueras.
De esa reja sólo tenían llaves la policía, el gobierno, y mi madre, por ser una ciudadana voluntaria de las afueras.
Gabriel tardó dos días más en irse.
Entregó a mi madre un papel en el que había dibujado un mapa detallado del sitio al que iría con Verónica, puesto que habían decidido vivir juntos.
-Esa casa es también tuya- me miró y sonriendo se corrigió- vuestra. Podéis venir cuando queráis y todo seguirá como hasta ahora.
Mi madre no soltó lágrima alguna.
Apretó con fuerza el papel y se lo guardó en el bolsillo.
Miró una vez más a Gabriel, acercando su mano a la mejilla de este, y con una caricia quitó una lágrima que había empezado a surcar la cara de Gabriel.
Gabriel tomó la mano de mi madre con fuerza y mi madre le sonrió.
-Adiós- dijo Gabriel, siendo el último del internado en cruzar aquella reja voluntariamente.
En el lugar quedaban todavía bastantes niños más mayores que yo, de entre 14 y 17 la mayoría, que no tenían a dónde regresar debido al odio generalizado hacia unos padres que les habían mandado allí sin que ellos creyeran que hubiera un motivo para ello.
Fueron diversos factores los que hicieron permanecer a mi madre aquí, como su sensación de responsabilidad con esos niños, y también su sentimiento de lealtad a aquel sitio al que ella ahora consideraba su verdadero lugar.
Al principio fue difícil, mi madre trataba de solicitar ayuda al gobierno por cartas para que nos enviaran comida, ropa y todo aquello que necesitáramos y ellos se tomaban su tiempo para cumplir a regañadientes y mal las peticiones.
Sin embargo, con el paso del tiempo mi madre ya se había forjado un carácter que obligaba a los que le escucharan a acatar sus órdenes.
No voy a mentir, sentí celos de tener que compartir el cariño de mi madre con tantos otros.
Pero mi madre me repetía una y otra vez que el amor es algo que todos tienen derecho a experimentar, y acabé aceptando que esa frase tenía todo el sentido del mundo.
Cada vez llegaba más gente a las afueras, y yo repetía una y otra vez que el sitio se llamaba Edén, puesto que había leído en un libro que me regaló Gabriel por mi sexto cumpleaños que así se llamaba el paraíso. Este para mí era el paraíso, dado que todos los que venían parecían experimentar una sensación de tan buena acogida que normalmente no querían irse, o se iban y acababan volviendo.
Yo nunca había salido de aquí, así que no sabía como era el mundo más allá de las rejas, pero no veía necesario hacerlo.
El Gobierno mandó material para tatuar en la piel de los recién llegados frases a partir de un año de que este sitio se convirtiera en el sitio de reclusión social por excelencia.
Y mi madre tuvo que aprender, mediante indicaciones que venían mal dadas en las cartas que recibíamos de la ciudad como tatuar a los recién llegados.
Dos años después de que todo esto de la reclusión empezara, llegó una chica de mi edad.
Normalmente los pequeños no solían ser enviados aquí a menos que fuera considerado necesario, y solía ser únicamente por uno o dos días así que apenas llegábamos a conocerlos.
Por eso, cuando llegó al Edén Ari, la trajeron a mi cuarto para que no se sintiera sola y yo pudiera enseñarle personalmente el lugar.
Nos convertimos en muy buenas amigas aquella semana, así que cuando se fue me entristeció mucho. Sin embargo un rato después volvió, más contenta que antes, diciendo que ya no tenía asuntos pendientes en la ciudad, y se quedó permanentemente aquí.
A pesar de comenzar a vivir aquí, de vez en cuando contenía sus palabras para que se le permitiera volver a la ciudad y visitar a su madre para ver cómo estaba y pasar un rato con ella.
Además Ari resultó tener un don para dibujar y para la caligrafía así que cuando fuimos creciendo se ofreció a ayudar a mi madre con la tarea de los tatuajes.
De vez en cuando yo también intentaba ayudar pero no se me daba tan bien como a ella. Además me costaba concentrarme al saber que la otra persona estaba conteniendo un grito de dolor, era mucha presión para mí, por lo que evitaba hacerlo a menos que fuera necesario.
Cuando ya tenía 18 años llegó un nuevo chico de mi edad, algo en él me llamó la atención, no sabría decir muy bien el qué, y a lo largo de los días que permaneció en el Edén de vez en cuando me asomaba en la ventana y me quedaba mirándole, siendo cazada mi mirada por la suya, y manteniendo una especie de duelo de miradas entre ambos que duraba unos instantes.
Ari era su guía y siempre que nos pillaba mirándonos me sonreía de manera pícara y me saludaba sacudiendo exageradamente su brazo.
Luego normalmente ella y yo nos reuníamos y me hablaba de aquel chico que se había convertido en su nuevo amigo.
Sin embargo me habló también de las ganas que tenía él de irse de aquí, así que supuse que no merecía la pena conocerlo para luego no volver a vernos jamás.
No podría decir que fui infeliz en mi infancia y adolescencia, pero sí que es verdad que a veces echaba de menos a todos aquellos que se fueron del internado, además de a las personas que venían, eran marcadas y se iban para no volver.
Y sobre todo, quería saber quién era mi padre, tema que mi madre solía evitar tratar.

Palabras hacia el EdénKde žijí příběhy. Začni objevovat