CAPÍTULO XXXIII

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Regreso a la tienda con una sensación extraña en mi garganta, tal vez debido a que pude rebelarme frente a tantos comentarios equivocados

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Regreso a la tienda con una sensación extraña en mi garganta, tal vez debido a que pude rebelarme frente a tantos comentarios equivocados.

La verdad es que siempre fui una persona bastante reservada con respecto a mi opinión sobre los demás, después de todo, yo no soy nadie para juzgar a otros. ¡Pero no puedo quedarme callada frente a esta multitud! Principalmente porque te sentencian con la mirada, para luego agregar palabras infames alrededor de tu persona. Y todo el mundo considera esas opiniones como válidas y propias de una verdad incuestionable.

Don Labrot me observa al mismo tiempo que organiza algunos dulces, y parece que quiere decirme algo, pero sus ojos son los únicos que hablan. Los dos constantemente disfrutamos de nuestros silencios y los admiramos como si fueran el sonido de una armonía inmensa, pero este mutismo es... extraño.

Me arreglo el cabello y comento:

— Voy al baño.

Desde el primer día aclaró que esos avisos son fundamentales, sobre todo porque el despiste es bastante presente en su edad.

Asiente con su cabeza, y voy inmediatamente al baño. No sé por qué, pero necesitaba librarme de ese momento sumamente incómodo y estar a solas por lo menos unos minutos.

Aprovecho a ordenar mi cabello, y noto que se encuentra bastante desordenado. Busco soluciones dentro de mi mente, y decido entrelazar varios mechones de pelo, formando una trenza extremadamente majestuosa. Algo desordenada, pero majestuosa.

De pronto, oigo que alguien entra al almacén y abro la puerta para ir a atender al cliente, hasta que un rostro conocido se presenta y cierro la puerta rápidamente.

"Espero que nadie me haya visto" comenta mi voz interior, y trato de observar todo bajo una pequeña abertura.

— ¡Señor Labrot, que gusto volver a verlo! — exclama el joven con los brazos extendidos y una sonrisa encantadora.

— ¡Oh, qué agradable sorpresa!

Los dos se unen en un dulce abrazo, y de repente la mirada de Labrot se dirige a mi dirección. Al baño, en realidad.
Le hace una seña al chico, y se acerca cada vez más hacia mí.

— Señorita Evania, ¿puede salir un momento?

Quedo congelada. ¿Qué debería responderle? Es decir, no quiero enfrentarme a otra situación penosa, ni mucho menos con esa persona que me encontró en un momento tan desfavorable.

— Lo siento Labrot, pero estoy en medio de... un asunto — comento algo incómoda — ¿Puede atender usted al cliente?

— Oh, claro, no se preocupe.

Debo admitir que no me agrada la mentira, pero no me gustaría ver a ese sujeto a los ojos. No de nuevo.

Don Labrot vuelve con el joven, y éste mantiene una mirada desorientada, pero en cuestión de segundos se desvanece, para mantener la alegría que siente. O pretende sentir. No lo sé.

Tiene una camisa color moneda, junto a un chaleco y traje de un tinte tan oscuro como sus ojos. O tan oscuros como el misterio que lo envuelve.

— ¿Cómo se encuentra en su llegada a Cloeville? ¿Es todo como lo recordaba en su memoria? — pregunta Don Labrot y el chico deja caer todo su cuerpo sobre el mostrador.

— Por supuesto. El viejo Cloeville nunca cambia su particular esencia.

Particular esencia. Nunca escuché a alguien hablar de esencias.

— Claro que no, y un viejo como yo puede confirmarlo — responde Labrot con una sonrisa — ¿Cuándo llegó aquí?

El joven de ojos misteriosos sonríe cabizbajo, como si pensara en algo que avivara su corazón hasta manifestarse en una gloriosa alegría, de esas que no se ven a simple vista, ni se sienten con un recuerdo ambiguo. Es como si dentro de él floreciera una planta centelleante que lo ilumina por fuera.

— Durante la tormenta — explica con las perlas relucientes — El viaje fue un poco agotador, pero lo suficientemente placentero. Incluso conocí a una señorita de cabellos dorados, algo... peculiar.

Abro bien los ojos y me aparto de la puerta. ¿Por qué el chico sin nombre recordaría un hecho tan insignificante? Tal vez fue una situación algo extraña, pero no es algo tan relevante como para compartirlo.

— ¿Una señorita de cabellos dorados? — escucho cuestionar al anciano, y mi corazón se altera.

Camino cuidadosamente por el minúsculo espacio en el que me encuentro, pensando en cómo salir de este alboroto. Específicamente, del baño sin que el joven me reconozca y mis sentimientos se vean expuestos bajo una pena eterna.

Puedo ver la incomodidad en el futuro: dos miradas confundidas y yo... ni siquiera quiero imaginarlo.

Sin embargo, escucho al chico sin nombre decir:

— Lamentablemente debo volver con mi familia, están un poco alterados con la mudanza.

Vuelvo a espiar a través del hueco, y noto que estrechan sus manos de forma amable.

— No se preocupe, lo veo dentro de unas semanas — responde Labrot y el joven sonríe plenamente.

¿Cómo alguien puede sonreír de una manera tan... plena?

Los dos se despiden y observo cómo el chico se retira por la puerta de pino. Acto seguido, salgo de esa prisión con los ojos enormes, y el anciano no quita su mirada de mí.

— Así que... ¿recién se marchó el cliente?

 ¿recién se marchó el cliente?

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Evania: Un rincón del paraíso ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora