Capítulo 18. La única opción

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Estaba temblando, su cuerpo pálido y frío descansaba sobre un sofá desgastado hecho de piel por algún distinguido carpintero, su costo debía superar el de cualquier mueble común, sin embargo, ahora se encontraba lleno de sangre. Abrió los ojos con dificultad, sus pupilas dilatadas fueron incapaces de enfocar el entorno hasta después de unos cuantos minutos, se removió entre las sábanas que cubrían su helado cuerpo sintiendo una opresión y el ardor de las heridas que reposaban sobre su abdomen, le era imposible moverse con libertad además de que se encontraba frágil.

Intentó levantar su brazo para poder acariciar su rostro y peinar su cresta, un pequeño tirón recorrió el largo de sus dedos obligándole a bajar su extremidad inmediatamente, estaba demasiado débil para incluso poder parpadear o simplemente respirar, tanto que no fue capaz de percibir quien se encontraba a su lado recorriendo con sus pálidos dedos aquella morena espalda.

Muchas cosas habían pasado desde que el de cresta se desmayó por el dolor que sintió durante la extracción de la bala, el metal no caló tan a fondo en su cuerpo pero aquello no disminuyó el sufrimiento del menor. Un vendaje pulcro al rededor de su cintura fue suficiente para calmar el sangrado aunque aún debían lidiar con las posibles infecciones que podía presentar, después de todo el hierro era un material sumamente peligroso en aquellas condiciones húmedas, muy probablemente era aquello lo que aún le mantenía débil.

El anciano, Walter, había sido tomado como prisionero por Conway después del daño que le había hecho a su familia, pensaba en torturarle hasta la muerte, no obstante, aquel sujeto sabía mucho sobre el búnker, sus secretos y lo más importante, podía mantenerlos con vida de alguna manera, era demasiado útil para morir y hasta el comisario lo sabía, estaba de acuerdo en mantenerlo con vida aunque su opinión tentaba a cambiar cada vez que observaba la condición delicada en la que se encontraba Horacio por su culpa.

- Horacio. - Su nombre, aquel que le puso su madre de descendencia francesa, una mujer rubia demasiado hermosa como para ser humana, cabellos delgados y fuertes como el oro, podía algunas veces observarla mirándole fijamente a los ojos mientras le acariciaba la mejilla con delicadeza, el roce acompañado con un suave aroma a mantequilla le recordaban a su amor; sin embargo, aquella voz no era de su progenitora sino de un ruso descuidado con ojeras que se había mantenido a su lado durante todo ese tiempo, acariciándole suavemente la cresta al compás del viento, sentía que se fundía entre sus roces y de alguna manera se encontraba más seguro a su lado. - Despertaste.

- P-Parece que si...- Sus labios temblaban, su cuerpo crepitaba por el frío que solamente él sentía, sus ojos sin brillo y una leve sonrisa al no estar solo fueron su primera reacción. - ¿Están todos bien?

El peligris mordió su labio, Horacio estaba muy débil como para levantarse por lo que temía que al contarle la verdad insistiera en luchar. Estaban rodeados por más de cincuenta agentes cuidadosamente entrenados cuyo objetivo de asesinarlos uno a uno muy probablemente se cumpliría, por ello, decidió restringirse y mantener el silencio reinante en la habitación.

Llevó su pálida mano y la colocó sobre su frente notando el calor sobre sus nervios, tenía fiebre y eso no podía significar nada bueno. - ¿Cómo te sientes? - Le preguntó, pues aunque la respuesta fuese obvia necesitaba saber cuál era exactamente el malestar que tenía.

- No puedo moverme, me duele todo el cuerpo. - Las pocas palabras que pudieron salir de los labios secos del menor fueron suficientes para alarmarse, inmediatamente se puso de pie, le otorgó una pequeña sonrisa acompañada de una bella caricia en sus mejillas como aquellas que le daba todas las mañanas cuando ambos estaban siendo invadidos por la luz del amanecer que entraba por la ventana del departamento del comisario, y finalmente se marchó.

La separación - VolkacioWhere stories live. Discover now