15. El Huracán Abbey

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Siento que en este momento podría escupir fuego. Me cuesta avanzar normalmente mientras camino hacia la puerta del edificio, la adrenalina de lo que ha sido mi primer encuentro con Ginny después de mucho tiempo todavía me corre por las venas. No me había sentido tan esperanzado en semanas, mucho menos después de lo que ha estado pasando. Ya no veo la hora de contárselo a Hugo.

Paso por la recepción y saludo a César cordialmente (estoy un poco distraído, por poco se me pasa hacer eso). Después camino hacia el fondo del pasillo y me meto en el ascensor, con la rodilla todavía temblando. Creo que necesito un poco de azúcar ahora, podría pedir comida una vez que esté arriba, espero que mi novio también tenga hambre.

En eso pienso mientras camino a lo largo del pasillo, ansioso por ver a Hugo, y uso mi llave para entrar a casa.

—¡Llegué! —exclamo.

Dejo el maletín colgado en el perchero y me quito la casaca, dejándola en el mismo lugar. Un evento muy extraño tiene lugar entonces, porque me encuentro a punto de articular mi próxima frase cuando soy detenido por un ruido que viene desde más allá, desde justo antes de llegar a la habitación.

—¿Hugo? —murmuro.

Evalúo con un amago de paro cardíaco que tal vez alguien haya vuelto a entrar hasta que me doy cuenta de que ese sonido no es de golpes, ni el característico de algún asalto. Son risas. Y las risas no son solo de Hugo, son risas de dos personas, dos personas juntas allá adentro.

Me digo a mí mismo que no quiero asomarme, pero ni siquiera es necesario. No han pasado ni dos segundos cuando escucho pasos apresurados (el sonido típico de alguna carrera improvisada) y antes de haberme podido preparar para ello tengo a Abbey frente a mí. Acaba de llegar corriendo y todavía se encuentra riendo tontamente cuando me mira.

Y a mí se me cae el alma a los pies.

Tiene el pelo mojado echado hacia atrás, la piel húmeda, como si hace muy poco hubiera estado sumergida en el agua. Sus pestañas empapadas están graciosamente agrupadas entre sí y viene usando las sandalias de Hugo. Ah, y otra cosa.

Ella no está cubierta por nada más que una toalla blanca. Y no cualquier toalla. Mi. Maldita. Toalla.

Me mira, la miro, el momento no puede ser más surrealista. O sí puede, porque, rompiendo el hechizo de petrificación, Abbey se arregla un mechón detrás de la oreja y me sonríe inocentemente, encogiéndose de hombros.

Lo sé. Sé lo que ha pasado, aunque me niegue a aceptarlo. Lo único que necesito ahora es que el planeta deje de girar por unos cuantos minutos para tener la oportunidad de procesarlo. De procesar que la ex de mi novio esté aquí, en mi casa, medio desnuda y usando mi puta toalla. A pesar de que hay miles de posibles teorías rondando por mi cabeza que tratan de superponerse a la realidad, intento mantenerme objetivo.

No ha pasado ni un minuto entero cuando Hugo aparece en la escena. Ha salido, también riendo, corriendo tras Abbey, sin más prenda encima que la ropa interior. Es entonces cuando todas y cada una de mis defensas colapsan.

—¡Lucas! —exclama ni bien me ve, pero yo ya no puedo escucharlo.

Lo único que estoy tratando de hacer es que las náuseas que estoy sintiendo no me nublen la visión.

—Oye, amigo, perdón por no avisar, sé que no es la primera vez que no llamo para decirte...

Porque me siento descompuesto, siento como si mi estómago estuviera siendo exprimido con violencia. Ya ni siquiera entiendo lo que Hugo está diciendo, quizás tenga que ver con el hecho de que lo estoy mirando, pero no lo estoy viendo a él.

ÉL © [NOSOTROS #2]Where stories live. Discover now