26. Hueco

401 87 60
                                    

—¿Y si... vamos al parque? —pregunté.

No me contestó, apenas parecía estar escuchándome.

—¿No te apetece salir?

Su mirada seguía perdida en algún punto lejano al que yo no podía acceder.

—No me has perdonado, ¿verdad?

Eso era un poco evidente a juzgar por la manera en la que estaba comportándose desde que yo había llegado. Había sido un poco inútil explicarle que había pasado la mañana en la universidad averiguando acerca de becas.

—Sé que lo prometí —continué—. Pero ya estoy aquí y de aquí no me muevo, de verdad.

Por fin conseguí que Bobby me mirara, pero podía notar desde donde estaba que él todavía debía seguir resentido. Después de todo, había olvidado dejarle comida en la mañana antes de salir. Me había dado cuenta estando en la puerta, pero había estado tan apresurado por lo que tenía que hacer que le había prometido que no tardaría en llegar para llenarle el tazón y me había ido. Lamentablemente había demorado un poco más de lo que hubiera querido.

—Te prometo que no vuelve a pasar —le sonreí, acercándome para acariciarle la panza—. De verdad, amigo.

Reaccionando al afecto, Bobby me lamió la mano con suavidad. Asumí que habíamos hecho las paces, para eso no necesitaba que él hablara.

Vivíamos los dos solos, no había forma de que le hubiera encargado a alguien más que se ocupara del único detalle que había hecho que mi mejor amigo se enojara conmigo. Pero ya estaba, yo había vuelto y no tenía planes hasta el día siguiente. A menos que surgieran, claro, no hubiera sido raro que un plan espontáneo se me presentara dado que era domingo y las responsabilidades hacía ya un poco se habían acabado.

En casa no había nada que hacer. Todo estaba limpio, no había platos en el lavabo ni tareas pendientes. ¿Mirar películas? Eso lo había estado haciendo bastante seguido los últimos días. Hubiera podido ponerme a leer, pero no me sentía con el ánimo necesario.

Acaricié a mi Bobby por última vez antes de quitarme la casaca y caminar hacia mi habitación. Tomé mi vieja laptop del clóset abierto y la encendí, sin saber para qué lo hacía. En lo que encendía, puse a cargar mi teléfono encima de mi velador. Pensé en hacerme algo de comer, pero la máquina encendió antes de que me decidiera por algún alimento que pudiera yacer esperándome dentro de mi refrigerador, así que solo me senté y abrí un documento nuevo.

No sabía qué quería hacer exactamente hasta que mis dedos empezaron a teclear. No me había dado cuenta de lo mucho que necesitaba expresar hasta el preciso momento en que lo estuve escribiendo y no pude parar a pesar de que el dolor de espalda por la posición en la que me encontraba ahí, sentado en mi cama, iba creciendo con el pasar de los minutos. Veinticuatro años eran lo que eran. Me habría convenido hacer más ejercicio cuando tenía menos edad.

Mientras escribía, las cuestiones importantes de mi vida repentinamente puestas sobre la mesa comenzaban a formar una fila frente a mí cual si hubiera abierto un portal antiguo dentro de mi cabeza. ¿Qué podía considerar real, después de todo? Todo lo que tenía, todo lo que creía saber estaba construido sobre una base inestable fabricada por mis padres, ¿debía acaso dar por sentadas todas las creencias que tenía hasta el momento o era tiempo de cuestionarlas?

Me detuve en seco. ¿Cuestionar? No sabía por qué esas ideas se me estaban pasando por la cabeza, ni siquiera se me ocurría a razón por la cual tenía ese resentimiento floreciente hacia mis padres dentro del pecho. Sí, habíamos tenido nuestras diferencias en el pasado, pero nada grave, peleas como las tenían todas las familias. Quizás era solo el hecho de que vivir solo me estaba despertando la disposición para pensar.

Intranquilo, me puse a releer lo que acababa de escribir. ¿Pero de dónde había sacado todas esas ideas propias de crisis existencial? Yo estaba bien, tenía incluso privilegios que sabía que otras personas no tenían: apoyo de mis padres (tanto moral como económico), un departamento, un perro sano y feliz, una carrera, amigos y una novia fantástica, con veinticuatro años, ¿podía pedir alguna otra cosa? De hecho, daba gracias no haberme cuestionado cosas más complejas en mi vida, me había ahorrado dramas mentales que me hubieran retrasado o deprimido y me hubieran impedido ser feliz con todo lo que tenía.

Mirando con incredulidad las cuatro páginas y media que ya tenía escritas, negué con la cabeza con el ceño todavía fruncido por la confusión y cerré el aparato sin que las cosas en mi cabeza se apaciguaran lo suficiente como para poder llegar a una conclusión.

Estaba solo en mi habitación, pero había algo que estaba mal. Algo que faltaba, más precisamente, algo que faltaba y cuya ausencia ciertamente me producía algo parecido a la incomodidad. Pero no podía ser, todo estaba en su lugar, todo como lo había dejado, todo como siempre estaba, incluso las pisadas de Bobby se podían escuchar desde la sala, llenando el ambiente del habitual castañeo de sus uñas caninas contra las baldosas del suelo.

<<Soportaría a cien Mabel Torres por ti>>

Mabel Torres. ¿Mabel Torres? ¿Quién...?

<<... siempre y cuando al final vuelvas a mí>>

Las cosas se estaban tornando cada vez más confusas y era como si la estabilidad, tanto física como mental, se me estuviera escurriendo entre los dedos. Como si hubiera un hueco en mi interior que estaba rogando por ser llenado, como si me hubiera perdido de algo.

Y entonces, pasó. Como salido de la nada, un gato de pelaje opaco se materializó en frente de mí, meneando la cola esponjosa con movimientos perezosos. Un gato, un maldito gato en mi departamento. Que yo supiera, los gatos no volaban. No tenía idea de cómo podía haberse colado.

Por todo efecto, el minino se sentó a un par de metros de mí serenamente y me miró sin darme mucha importancia. Me miró con su par de ojos felinos, estableció contacto visual conmigo sin ningún tipo de temor, como si pudiera leer mi mente y supiera que yo no iba a lastimarlo. Un gato aleatorio en mi departamento... ¿o gata?

<<... complejo de Edipo>>

Entorné la mirada, estudiando la figura peluda del animal sin perder ni un solo detalle. Había algo ahí que se me estaba escapando, algo que no me sentía muy lejos de comprender...

La vibración de mi teléfono sobre el velador de madera me sobresaltó tanto que me volví bruscamente hacia él y mis latidos triplicaron su frecuencia. Para cuando me giré de nuevo, el gato había desaparecido.

Completamente traspuesto por la cantidad de información extraña que estaba recibiendo por parte de mi entorno, tomé el teléfono que seguía reclamando mi atención y contesté la llamada entrante, que era de Abbey.

—¿Hugo? —me dijo ni bien se realizó la conexión.

—Abbey.

—Bien, por tu tono ahora mismo no me odias —señaló—. ¿Podemos vernos? Conseguí algo interesante y estaba pensando que podríamos divertirnos un rato con eso, ¿te apuntas?

—¿Por qué te odiaría? —pregunté, extrañado.

—Olvídalo, no es nada. ¿Puedo ir?

Tan solo escuchar su voz me hacía sentir más tranquilo. Pasar un rato con ella desde luego me haría dejar de pensar en el rato extraño que acababa de pasar.

—Claro, claro, te espero.

—Voy para allá —canturreó.

Cuando colgó la llamada, guardé el documento de la computadora por si tenía el valor de estudiarlo más tarde y apagué el aparato, dejándolo en donde lo había encontrado. Mientras me aseguraba de tener jugo en el refrigerador por si a Abbey le provocaba beber algo, no pude evitar buscar disimuladamente a algún gato esponjoso por cada rincón por el que pasé. Sin resultados, por supuesto. Es que era imposible, porque yo no tenía ningún gato. De seguro mi cabeza me había jugado alguna mala pasada... aunque era mejor ya no seguir pensando en ello.

ÉL © [NOSOTROS #2]Where stories live. Discover now