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Pensé en llamar a mis abuelos. Ellos ya sabían que iba hacia su casa. Namjoon me dijo que los había llamado. Les gustaría hablar conmigo, aunque no tenía muchas ganas. Mis abuelos son geniales, pero se complican mucho la vida. Por ejemplo, si en el folleto del súper anuncian una oferta de pizza congelada o de sopa en lata, y ellos van sólo para comprar eso, durante media hora que hacer a continuación.

Si los llamaba, me bombardearían a preguntas detalladas sobre todo lo relativo a mi visita. ¿Qué manta necesitaría? ¿Todavía comía galletitas saladas? ¿El abuelo tenía que comprar más champú? Era muy tierno, pero demasiado abrumador para soportarlo justo en ese momento.

Me considero una persona resolutiva. Con esa actitud dejaría de pensar en todo aquel lío. Busqué en mi cartera para ver qué había logrado recoger antes de salir corriendo de casa.

Descubrí con pesar que estaba muy mal preparado para el viaje que me esperaba. Apenas había agarrado lo básico: un par de boxers, unos jeans, dos polerones, un par de camisas y los anteojos. El iPod no tenía batería. Y sólo llevaba un libro, de la lista de lecturas de la clase de inglés.

Por eso, durante dos horas, me límite a mirar por la ventana a la puesta de sol, cielo rosa chicle tornándose plateado, y los primeros copos de nieve que empezaban a caer. Sabía que era bonito, pero saber que algo es bonito y que te importe son dos cosas muy distintas, y a mí me daba lo mismo. Los copos de nieve eran cada vez más grandes y numerosos, hasta que formaron una cortina blanca que tapaba todo. Nevaba en todas direcciones a la vez, incluso de abajo arriba. Mirar tan fijo como nevaba me mareó y me hizo sentir náuseas.

la gente empezaba a recorrer el pasillo con recipientes de comida... Papas fritas, refrescos y sandwich envasados. Estaba claro que, en algún punto del tren, había una fuente de víveres. Namjoon me había puesto un billete de cincuenta dólares en la mano al dejarme en la estación, qué mis padres devolverían en cuanto volvieran a respirar aire de libertad.

no tenía otra cosa que hacer, así que me levanté y fui hacia el vagón restaurante, donde me informaron amablemente de que se les había acabado todos salvo unas pizzetas, de masa blanda y elástica, calentados en el microondas, dos muffins, unas cuantas barritas de chocolate, una bolsa de frutos secos y un par de frutas mustias.

Me dieron ganas de felicitarlos por estar tan bien preparados para las fiestas, pero el chico que trabajaba en el mostrador parecía muy afectado. No necesitaba que yo me pusiera en plan sarcástico. Compré una pizzeta, dos barritas de chocolate, los muffins, la bolsa de frutos secos y un vaso de chocolate caliente.

Me pareció una buena idea hacer acopio de alimentos para el resto del viaje, ya que las provisiones estaban agotándose a toda velocidad.

Metí un billete de cinco dólares en el frasco de propinas, y el chico me lo agradeció asintiendo con la cabeza.

Ocupé uno de los asientos libres en las mesas atornilladas a la pared.

En ese momento, el tren daba fuertes traqueteos, incluso cuando redujo la marcha. El viento lo zarandeaba de un lado para otro.

Dejé la pizza sin tocar y me quemé los labios con el chocolate. Pobres labios, eso era lo más caliente que iban a probar .

–¿Te importa si me siento? –me preguntó alguien.

Levanté la vista y me topé con un chico lindísimo de pie delante de mí.

EL EXPRESO DE HOSEOK • VhopeWhere stories live. Discover now