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Aprecié su atractivo, pero me dió igual. Aunque me impresionó más que la nevada, para ser sincero.

La fina campera de jean que llevaba no podía abrigarlo mucho con el frío que hacía. Pero percibí algo en su mirada que me tocó la fibra: parecía preocupado, como si estuviera costándole mucho mantener los ojos abiertos. Acababa de pedir un café y sujetaba el vaso con fuerza.

–Claro –dije.

Mantuvo la cabeza gacha al sentarse, pero me fijé en que miraba la comida de mi bandeja. Tuve la impresión de que estaba mucho más hambriento que yo.

–Puedes servirte –dije–. He comprado todo antes de que se quedaran sin nada. No tengo tanta hambre. Ni siquiera he probado la pizzeta.

Se mostró reticente, pero insistí empujando la bandeja hacia él.

–Ya sé que parece la peor pizza del mundo –añadí–. Era lo único que tenían. En serio. Cómetela.

Sonrío con timidez.

–Me llamo Jin –dijo.

–Yo me llamo Seok –respondí. No estaba de humor para soportar eso de: «¿HoSeok? ¿Te llamas HoSeok? Cuentame, ¿Qué te pones para mover el esqueleto, aceite para bebés o algún aceite de frutos secos? ¿Limpia alguien la barra de baile después de tus actuación?». Y todo lo que les he explicado al principio. La mayoría de la gente me llama Seok. Jungkook me llama Ho.

–¿A dónde vas? –me preguntó.

no tenía ninguna historia alternativa a las de mis padres ni una explicación que justificara mi presencia allí. Además, la verdad era demasiado extraña para contársela a un desconocido.

–Voy a ver a mis abuelos –dije–. Ha sido un cambio de planes de última hora.

–¿Dónde viven? –me preguntó mientras miraba cómo caían los copos de nieve formando remolinos que impactan contra la ventana del tren.

Era imposible saber dónde terminaba el cielo y dónde empezaba el suelo. Una nube tormentosa estaba descargando la nevada justo encima de nosotros.

–En Gangwon-do –contesté.

–Qué lejos. Yo voy hasta la siguiente parada.

Asentí en silencio. Volví a ofrecerle la bandeja de comida, pero él negó con la cabeza.

–Estoy bien así –dijo–. Pero gracias por la pizza. Me moría de hambre. Hemos elegido un mal día para viajar. Supongo que no quedaban muchas alternativas. A veces tienes que hacer cosas de las que no estás muy seguro...

–¿A quién vas a visitar? –le pregunté.

Se quedó cabizbajo y dobló el cartón sobre el que estaba la pizzeta.

–Voy a ver a mi novio. Bueno, es más o menos mi novio. He intentado llamarlo, pero no tengo cobertura.

–Yo si tengo –Saqué el celular–. Usa mi teléfono. Me sobran muchos minutos de llamadas este mes.

Jin aceptó mi teléfono con una sonrisa amplia. Cuando se levantó, me di cuenta de lo ancho de espaldas que era. De no haber querido tan ciegamente a Jungkook, me habría quedado enganchadísimo. Se alejó solo unos metros, en dirección al otro extremo del vagón. Vi como marcaba el número, pero cerró el teléfono sin haber llegado a hablar siquiera.

–No lo he localizado –dijo, volvió a sentarse y me devolvió el celular.

–Bueno –dije sonriendo–, ¿Qué significa eso de que es más o menos tu novio? ¿Todavía no sabes si están saliendo?

Recuerdo muy bien ese momento, cuando Jungkook y yo empezamos a salir, y yo no estaba seguro de ser su novio. Sentía un delicioso nerviosismo.

–Me engañó –se limitó a decir Jin.

Vaya, lo había malinterpretado. Acababa de meter la pata. Sentí pena por él, fue como una puntada en el pecho. Lo sentí de corazón.

–No es culpa suya –añadió, pasado un rato–. No del todo. Yo...

No llegué a escuchar lo que había ocurrido, porque la puerta del vagón se abrió de golpe, y se oyó un chillido, algo parecido al graznido de Beaker, aquella cacatúa horrible y empalagosa que habíamos tenido como mascota en cuarto grado.

Min Yoongi le había enseñado al pájaro a chillar la palabra «culo».
A Beaker le encantaba gritar «culo», y lo hacía realmente bien. Se le oía desde el final del pasillo, desde el baño de las chicos.

Terminaron trasladando a Beaker a la sala de profesores, dónde supongo que está permitido aletear con tus alas y gritar «culo» cuanto quieras.

Pero lo que oí no fue un grito al estilo «culo» de Beaker. Eran catorce chicas, todas con la misma ropa de gimnasia, ajustada, en cuyo trasero se leía: animadoras de ridge. (Lo cual era, por otra parte, su particular forma de gritar «culo».) Cada una llevaba su nombre escrito en la espalda del elegante buzo polar. Se apiñaron junto a la barra y siguieron hablando a gritos. Deseé con toda mi alma que no gritaran todas a la vez. «¡Por favor, Dios mío!» pero mis oraciones no fueron escuchadas, tal vez porque Dios estaba ocupado escuchandolas a todas ellas.

–No tienen nada con proteína light –oí decir a una de las chicas.


EL EXPRESO DE HOSEOK • VhopeWhere stories live. Discover now