CUARENTA

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...

Aaron ya había salido de su casa y se dirigía a su primera audiencia del día cuando May recién abría los ojos y constataba que iba atrasada, como siempre. Esta vez, sin embargo, no se apresuró a salir de la cama y arreglarse, pues no tenía la menor intención de asistir a una clase de derecho común que no sería impartida por William Horvatt.

El derecho había perdido un poco de gracia después de que él había sido despedido. Qué ironía, ¿no? Hace solo unos meses, él había sido el culpable de que, por unos días, odiara la carrera con todo su alma.

Bajó los pies de la cama, bostezó ampliamente y revisó su teléfono. Pensó en llamar a William para preguntarle qué haría esa mañana, pero desechó la idea porque tal vez a William no le agradaría que alguien más le recordara que estaba fuera de la universidad y que debía inventarse algo que hacer con ese pequeño tiempo libre.

Dejó el teléfono a un lado y volvió a echarse sobre la cama, al cabo de un rato se quedó dormida y no despertó sino hasta pasada las doce del día.

A esa misma hora, Aaron terminaba una extenuante jornada en tribunales y se preparaba para ir a almorzar. Como no le gustaba almorzar solo, llamó a William Horvatt y lo invitó a un costoso restaurante cerca de la universidad. William, que estaba desanimado por el hecho de haber perdido sus clases, aceptó el ofrecimiento y ambos se reunieron a eso de las una de la tarde, poco después de que May tomara el colectivo como alma que se la llevaba el diablo para llegar a su última clase del día.

Durante el almuerzo, Aaron no reveló a William nada sobre la llamada que había recibido esa mañana. Quería sorprenderlo con las pruebas en la mano. William tampoco preguntó al respecto. La visita a Matanza lo había dejado con un gusto amargo de boca. Algo le decía que nada bueno les depararía con esa visita y estaba en lo cierto, solo que no lo sabía aún.

A eso de las dos, Aaron y William se despidieron fuera del restaurante y tomaron caminos separados. Mientras se alejaba en dirección a su coche, William se volvió a mirar por encima de su hombro. Su amigo, de cabello rubio como el oro, también se había vuelto a mirar y le enseñaba su amplia sonrisa de un millón de dólares. Aquella sería la última vez que lo vería sonreír.

Mientras William arribaba a su apartamento, May salía de su clase sin haber tomado ningún apunte y segura de que los números no eran ni serían jamás lo suyo. Todavía no lograba comprender por qué le impartían economía a los abogados si al final del día los abogados se hacían de su equipo de economistas, contadores, o lo que fuera.

Tras un largo bostezo, se encaminó en busca de un colectivo que la llevara a casa. En el camino, cogió su teléfono y finalmente se decidió a marcar a William. Este llevaba poco más de treinta minutos sentado en el sofá de su sala, con un vaso de whisky en una mano y la tablet en la otra, leyendo un fallo del Tribunal Supremo sobre contaminación medioambiental. Era uno de los pocos fallos en los que se condenaba a penas de cárcel a los dueños de la empresa que llevaba años eliminando residuos en los alrededores de sus industrias, matando a animales y seres humanos.

Con cierta reticencia, dejó la tablet a un lado y revisó el teléfono. Una sonrisa afloró a sus labios, reemplazando el rictus con el que había estado leyendo el fallo.

— Hola — saludo May, con sencillez.

— May... hola.

Ambos guardaron una pausa. Luego, ella alzó la voz.

— ¿Interrumpo algo?

— No, estaba leyendo... no importa, era aburrido.

May, que nunca se daba vueltas en algo, simplemente lo dijo.

EL DEBIDO PROCESODonde viven las historias. Descúbrelo ahora