TRES

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1


William Horvatt generaba en los estudiantes una mezcla de pavor y fascinación. Cuando ingresó al salón, el silencio fue automático y las miradas lo siguieron hasta que se ubicó junto al escritorio.

May, que había llegado sumamente puntual solo para no encontrarse con él en los ascensores, también sucumbió a la fascinación colectiva y lo observó mientras dejaba su maletín sobre la silla y se recargaba luego sobre la mesa del escritorio.

En cuanto saludó a su público, recibió una automática y uniforme respuesta. Nadie allí se atrevía a ignorarlo, mucho menos a apartar la mirada de su imponente y cautivadora humanidad.

Ni siquiera May, victima constante de los arrebatos de superioridad de William Horvatt, evadió sus ojos negros cuando él reparó en ella y la ya famosa arruguita de disconformidad se replegó en su frente.

— Señorita Lehner — pronunció, en una secuencia que era conocida por todos en aquel salón. May se recogió un poco en su asiento, pero le sostuvo la mirada. Esta vez, iba a responder y lo haría bien, porque llevaba dos noches seguidas leyendo sus dichosas lecturas sugeridas.

Sin embargo, en lugar de hacerle una de sus preguntas capciosas, él se sirvió de un nuevo mecanismo para humillarla.

— Estoy sorprendido con su puntualidad — dijo, reparando en que, desde aquel último encuentro en los elevadores, ella llevaba la asombrosa cifra de dos días llegando temprano — Al parecer, finalmente aprendió a utilizar un despertador.

Sus palabras fueron seguidas por un leve coro de risas. Aunque seguramente William Horvatt solo bromeaba, nadie se atrevió a reírse demasiado porque podía dar la casualidad de que estuviera hablando en serio. Incluso en las cuestiones más simples, los estudiantes le tenían respeto.

¿Y él? ¿Acaso él respetaba a sus estudiantes?

May experimentó el despertar de su orgullo mediante un enrojecimiento de orejas y un escozor insoportable en las palmas de las manos. Quiso levantarse de allí e insultarlo, pero controló su propio temperamento solo porque no deseaba darle en el gusto. Él quería que ella reaccionara, pero ella demostraría que podía gobernar su propia lengua.

Contó mentalmente hasta tres y sonrió. Al mismo tiempo se encogió de hombros, con falsa indulgencia, y mantuvo la boca bien cerrada.

William Horvatt disimuló muy bien la sorpresa que le reportó su repentina serenidad. La repasó con la mirada y luego, consciente de que no diría nada, decidió pasar de ella y dar inicio a la clase.

Por supuesto, se cobró su venganza atacándola más de una vez con preguntas engañosas sobre materia que ella no tenía por qué saber. Solo para disimular la odiosidad que sentía por May, aceptó una de sus respuestas y estuvo de acuerdo con uno de sus comentarios. Pero fue todo. El resto del tiempo, fue el mismo engreído de siempre y May se preguntó cómo rayos había creído hace unos días atrás que era un sujeto fascinante. Un grandísimo idiota, eso era.

2

La nube negra sobre su cabeza advirtió a sus amigas de que había vuelto a tener un encontrón con su profesor de derecho común. Sin contestar las preguntas que le hicieron, May se dejó caer en una silla y recargó la cara sobre el frío vidrio de la mesa.

Estaban en el café de la universidad, un amplio recinto construido hacía un par de años por medio de una licitación pública. No era la gran maravilla del siglo veintiuno, pero al menos cumplía la función de reunir a los estudiantes en un ambiente que durante el invierno ofrecía un rincón aclimatado y que durante el verano ayudaba a capear el calor.

EL DEBIDO PROCESODonde viven las historias. Descúbrelo ahora