TREINTA Y TRES

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A las ocho de la mañana del día jueves, William recibió los resultados de la muestra de agua que sacó del río junto a la planta textil de Melbur. Como suponía, no eran buenos. Había tanta contaminación en esa pequeña muestra que cualquiera que bebiera de esas aguas una sola vez terminaría, como mínimo, con una terrible indigestión.

William releyó los resultados una y otra vez, medio incrédulo con la idea de que efectivamente algo así pudiera estar pasando en un país civilizado como el suyo. Melbur era pobre, eso era cierto, pero William jamás se habría imaginado que fuera precisamente su pobreza lo que la había convertido en el centro de operaciones tóxicas de un millonario inescrupuloso como Enric Wester. Y todo a vista y paciencia de las autoridades locales.

Pulsó el botón de imprimir y mientras esperaba que la impresora hiciera su trabajo, cogió el teléfono y llamó a Aaron. Su amigo tardó en atender, pero tras marcar una tercera vez, por fin logró comunicarse con él.

— Lo siento, estaba en una reunión — se disculpó. Enseguida, toda su efusividad hizo acto de presencia — ¿Para que soy bueno, amigo mío?

— Tengo el resultado de las muestras que tomé del río cerca de la planta de D&M en Melbur, ¿te acuerdas?

— Déjame adivinar, ese río es altamente tóxico para la población.

— Tóxico es poco decir — respondió William, cogiendo las hojas impresas y echándole otra vez una mirada a los resultados — Si esa agua llega a las cañerías de los habitantes, de seguro los mata.

— ¿Y no es eso lo que está ocurriendo? — replicó Aaron, para quien el escenario era muy claro. Apenas William se lo había comentado, este había asegurado que algo malo se escondía detrás de tantas fiscalizaciones exitosas. Ninguna empresa había logrado los índices de D&M, ni siquiera las que realmente se comprometían con el medio ambiente.

Allí había gato encerrado. O más preciso, había confabulación y una firma de abogados tapando espaldas con artilugios que parecían legales, pero no que al final del día violaban la ley de todos modos. Era algo así como los paraísos fiscales. No eran en estricto rigor ilegales, pero su propósito era el de evadir los impuestos, lo que técnicamente, sí era ilegal.

— Está enfermando a unos y matando a otros — murmuró, dejando a un lado los papeles.

Aaron emitió un suave carraspeo.

— Te diría que tienes que denunciarlo, pero no puedes hacerlo. No tú, al menos.

— Lo sé — William se frotó la cara, compungido — ¿Sabes lo que más me preocupa?

— ¿Tu padre?

— Exacto. Ese cabrón está ayudando a Enric Wester quién sabe hace cuánto tiempo.

William nunca había insultado a su padre, a pesar de que muchas veces se lo había merecido con creces. Pero esto ya era demasiado. Excedía lo que William podía tolerar y le provocaba un frenético deseo de enfrentarse a su padre y golpearlo por ser un canalla y un mentiroso.

Toda la ética profesional de la que pregonaba no era más que una jodida mentira.

— No saques conclusiones tan apresuradamente, Bill — le aconsejó Aaron, aunque él tampoco se creía el cuento feliz de que el padre de William era una inocente paloma.

— Siento que se me va a reventar la cabeza — murmuró William, rebuscando en el cajón su sagrado frasco de pastillas — Hablamos después, ¿vale?

Y sin esperar una repuesta, colgó la llamada. Enseguida, se recargó contra el asiento y cerró los ojos. Sin mirar, sacó una grajea del frasco y se la llevó a los labios. La aguantó en la boca hasta que esta se desintegró por completo. El sabor fue asqueroso, pero lo mantuvo ocupado en la tarea de no vomitar. Al cabo de un rato, las arcadas se apoderaron de él y le fue imposible contenerlas. Cogió el tacho de basura y vomitó. Una lágrima se escurrió por el contorno de su rostro, no estuvo seguro de si provocada por el vómito o por la certeza de que su padre era un jodido criminal.

EL DEBIDO PROCESODonde viven las historias. Descúbrelo ahora