DIECISEIS

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Lesta regresó borracho como una cuba. Eran cerca de las seis de la tarde cuando aporreó la puerta del apartamento, en lugar de presionar el timbre, y se presentó ante May con una sonrisa temblorosa, en parte provocada por el estado etílico que lo invadía.

Al ingresar, sus pies se enredaron con el inexistente obstáculo en el pasillo y trastabilló un momento antes de caer, en precarias condiciones, sobre el sofá. May lo ayudó a acomodarse más o menos decente, aceptando con resignación cuando él la retuvo del brazo y la arrastró de vuelta al sofá, casi obligándola a echarse sobre él. Con dificultades, logró apartarlo y sentarse sobre la mesa de té.

La mirada de Lesta, que estaba acuosa por el alcohol, era triste, anhelante y terriblemente sincera. May no podría seguir negando el hecho de que Lesta probablemente había cruzado la línea de la amistad hace mucho rato.

— Lo siento — masculló él, hipando.

May se recogió de hombros, con una sonrisa indulgente en los labios.

— No importa. Te prepararé un café, ¿de acuerdo? Eso te pondrá como nuevo, ya verás.

Pero Lesta se apresuró a sacudir la cabeza, rechazando la idea.

— No, lo siento por meterme en tu vida. Sé que no tengo ningún derecho y... — hipó otra vez, cerrando los ojos en el proceso y echando peligrosamente el cuerpo hacia un lado. May se levantó para ayudarlo, pero, de nuevo, Lesta rechazó sus atenciones con un ademán.

— Estoy bien — dijo, volviendo a clavar en ella esos ojos cristalinos, de un gris oscuro, nebuloso como el amago de una tormenta arrolladora — Es tu vida. Diablos, sí, es tu vida y yo no tengo nada que hacer más que desear lo mejor para ti. Lo siento, May — enseguida, enseñó sus blancos dientes en una sonrisa amarga y se recargó un poco más sobre el respaldo del sofá. Sus ojos la contemplaron un instante y luego se cerraron.

May, que se acercó para para verificar su estado, comprendió que dormía, o estaba comenzando a caer en el sueño. Sus ojos permanecían cerrados; sus manos grandes, callosas de tanto trabajo, juntas sobre su corpulento pecho; y sus piernas, largas y firmes como las de un levantador de pesas, estiradas a lo largo, pasando debajo de la mesa de té y medio sacudiéndose a causa de la inquietud del sueño. Con muchísimo cuidado, May le puso un cojín detrás de la cabeza y se quedó allí en silencio, contemplándolo dormir durante un buen rato. Ya había oscurecido cuando se levantó del lugar, acarició suavemente el cabello de su amigo y fue a la cocina a preparar algo para cenar.

Lesta despertó con un terrible dolor de cabeza media hora después. La cena estaba lista y el olor le provocó un revoltijo en el estómago, pero no de asco, sino de culpa. May se preocupaba demasiado por él y no merecía recibir a cambio un montón de estúpidos arrebatos románticos.

Eran amigos, maldición, y los amigos respetaban los límites de la amistad, ¿verdad?

Lesta se frotó los ojos, sacudió la cabeza como hacía siempre que esas ideas románticas lo asaltaban y juró que no preguntaría sobre ese sujeto sofisticado ni pretendería inmiscuirse en la vida amorosa de May a menos que ella, voluntariamente, quisiera contárselo.

Y aquella decisión fue la mejor decisión que pudo tomar ese día. Sin preguntas incómodas — pretendiendo que ese sujeto adinerado con la pinta de un actor de cine nunca había aparecido — las cosas entre ellos volvieron a la normalidad y la cena se desarrolló entre risas y bromas. Aunque Lesta no tuvo un sueño reponedor esa noche ni nada parecido, al menos se consoló con la aparición de May temprano por la mañana, en pijama y con una enorme sonrisa en aquel rostro pecoso. Los roces, los abrazos y las sonrisas fueron, como siempre, un bálsamo sobre su corazón herido por sus propias quiméricas emociones.

EL DEBIDO PROCESODonde viven las historias. Descúbrelo ahora