CUARENTA Y UNO

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El funeral de Aaron Fitzmore terminó llevándose a cabo el día viernes por la mañana, en medio de una investigación exhaustiva por parte de la fiscalía de Menfis. En el intertanto, la esposa de Aaron había sido llevada a declarar en dos ocasiones. Los compañeros de trabajo de Aaron también habían sido interrogados. Lo mismo con los hombres medio borrachos que lo habían encontrado muerto en aquel callejón.

William Horvatt había sido llamado a declarar tres veces, pero ignoró flagrantemente las citaciones y permaneció en su estado autodestructivo hasta que llegó el viernes por la mañana y no pudo eludir el hecho de que ese día enterrarían a su mejor amigo.

Aun medio borracho, se vistió lo mejor que pudo y se preparó para enfrentar la realidad por primera vez desde que había decidido encerrarse en su apartamento. En esos días, Elena había intentado comunicarse con él en repetidas ocasiones, pero William dejó sonar el teléfono sobre la mesa sin molestarse en atender. Cuando May lo llamó, el jueves por la tarde, tampoco entendió la llamada, pero sí miró el teléfono hasta que este dejó de sonar. Entonces, lo cogió entre sus manos, pensó en enviarle un mensaje, pero finalmente desechó la idea porque no tenía nada que decirle. May no insistió y William no supo si eso lo alivió o lo entristeció aún más.

Frente a la puerta, se llevó una mano al bolsillo y cogió el frasco de pastillas. Se tomó tres, con los ojos cerrados y la mente en cualquier parte.

Llegó a la iglesia con unos minutos de retraso y se ubicó muy lejos de la familia de Aaron y su mujer. No quería que lo viesen en ese deplorable estado. Sabía que apestaba a alcohol y no se había peinado ni afeitado la barba. Además, llevaba la corbata mal puesta y no se había molestado en lustrar sus zapatos. En resumen, era un estropajo que prefería pasar lo más desapercibido posible.

Pero no lo consiguió, porque May, que había asistido como varios otros estudiantes y maestros, lo vio a lo lejos y no tardó en hacerle un gesto con la mano. Como la misa había comenzado, no pudo acercarse a él, pero en sus ojos verdes se reflejaron claramente sus intenciones. Lo abordaría en cuanto tuviera la oportunidad, eso era seguro. Y William no sabía cómo reaccionaría ante ella. Si la rechazaría o bien se aferraría a ella como lo último bueno que le quedaba en la vida.

Cerró los ojos en cuanto el sacerdote comenzó a hablar y no los abrió hasta que finalizó la misa. Entonces, pensó en irse de allí lo más rápido posible. Sin embargo, el amor por su mejor amigo lo obligó a quedarse y acompañarlo hasta que su cuerpo fuese llevado hasta el lugar donde, se esperaba, tuviese un descanso eterno.

Salió de la iglesia antes que todos y aguardó en un rincón. May pasó muy cerca de él, pero no logró verlo. Lo mismo ocurrió con la esposa de Aaron y la familia de ambos. William esperó hasta que hubieron recorrido un largo trecho antes de emprender el camino tras ellos. Llegó de los últimos, pero también fue el último en retirarse.

No contó el tiempo, por primera vez en su vida. No importaba, de todos modos. Se quedó allí de pie tanto rato como le fue posible. Luego, retomó el camino de regreso a la iglesia, donde había estacionado su coche a una prudente distancia. Iba mirándose los zapatos mal lustrados, así que no se percató de May hasta que ella lo llamó.

— William.

Entonces alzó la cabeza y la vio, de pie junto a su coche, con el cabello pelirrojo atado en un apretado moño y el abrigo que él le había regalado sobre un vestido negro que le llegaba hasta las rodillas y unas medias del mismo color. Los zapatos, del mismo negro lustroso, le agregaban unos buenos centímetros de estatura.

Lo primero que pensó fue que se veía hermosa, aun cuando en sus ojos verdes la tristeza era evidente.

— May, ¿qué haces aquí? — preguntó.

EL DEBIDO PROCESODonde viven las historias. Descúbrelo ahora