TREINTA Y CUATRO

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William se metió dentro del coche y cerró la puerta, dispuesto a salir de allí pitando. En los hechos, sin embargo, permaneció sentado, con ambas manos en el volante y preguntándose qué demonios acababa de ocurrir. El labio inferior izquierdo y la mejilla le dolían horrores, pero al menos la herida había dejado de sangrar.

Contempló su aspecto en el espejo retrovisor y pensó que no había corrido tan mala suerte. Su padre parecía dispuesto a darle más que un simple golpe, así que debía agradecer a sus reflejos el haber podido esquivar a un hombre que medía al menos cinco centímetros más que él y que pensaba casi cien kilos. Haber podido tumbarlo en el suelo y dejarlo más o menos noqueado de la espalda era una hazaña que recordaría para siempre, solo que jamás sería un buen recuerdo. En realidad, nada de lo que estaba ocurriendo sería un buen recuerdo.

A excepción, claro, de May Lehner.

Ahora mismo, ella era la única luz que iluminaba en algo la oscuridad en la que se había sumido su mundo. Por ella estaba dispuesto a dar la pelea contra su propia familia. Iba a desenmascarar a Enric Wester costara lo que costara y al precio que fuera.

Si toda su familia tenía que caer, lo harían.

Puso el coche en movimiento por fin, pero no se dirigió a su apartamento sino al único lugar donde estaba seguro que encontraría el refugio que necesitaba.

...

May corrió a la puerta cuando oyó el timbre. Algo le decía que se trataba de William Horvatt.

Efectivamente, al abrir la puerta, se encontró con su maestro, desmejorado por una herida en la boca y en una postura encorvada de quien parecía a punto de rendirse. May avanzó hasta él y lo estrechó entre sus brazos, con tanta fuerza que él terminó por quejarse de dolor.

— Lo siento — se disculpó ella, apartándose un poco — ¿Qué ocurrió?

William se encogió de hombros.

— Mi padre. Nos peleamos.

May ahogó una expresión de horror. Ella jamás se habría imaginado que William pudiera terminar a los golpes con alguien, mucho menos con su padre, a quien hace unas semanas, parecía admirar como si fuese el mejor hombre del mundo.

— Ven, te curaré esa herida — May lo jaló del brazo para que se metiera dentro del apartamento. Luego, cerró la puerta y corrió al baño. Del botiquín extrajo un poco de gasa y alcohol.

Al regresar al comedor, sorprendió a William sentado en el sofá con la vista perdida en el ventanal, desde donde la ciudad no era más que un manchón de luces. La pelea con su padre parecía haberlo afectado muchísimo, porque cuando lo llamó este se giró a mirarla con la vista perdida en algún parte lejos de allí. Sus ojos negros, los que premeditadamente mantenía inermes, se notaban vacíos de verdad, por primera vez.

— ¿Cómo fue que terminaron a los combos, William? — preguntó, mientras le limpiaba la herida.

William hizo una mueca de dolor, pero no se apartó.

— Él empezó. Lo mío nunca ha sido el enfrentamiento corporal. Prefiero solucionar las cosas conversando o bien mediante una buena demanda.

— Como todo abogado que se respeta — bromeó May.

William sonrió, pero la sonrisa le causó un gran dolor, así que enseguida dejó escapar un quejido por lo bajo.

— Mi padre está loco, esa es la mejor conclusión que puedo sacar en este momento. Siempre lo ha estado, solo que ahora su locura es evidente para los demás y eso le asusta.

EL DEBIDO PROCESODonde viven las historias. Descúbrelo ahora