VEINTISIETE

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William contempló su reloj de pulsera y constató que faltaban veinte minutos para las dos. Los nervios comenzaron a apoderarse de él al comprender que volvería a estar a solas con May Lehner. Una parte de su mente, le decía que le hiciese el examen en el aula, pero la otra, siempre la más fuerte, deseaba un momento a solas con la muchacha.

Sacó el frasco de pastillas del cajón y se tomó una, solo por si acaso, pero lo cierto era que no tenía dolor de cabeza desde hace un par de días. May, cuando no estaba gritando y soltando imprudencias, era casi como un bálsamo reparador para él. La sensación de sus labios seguía presente en su memoria y cada vez que volvía sobre el recuerdo, se sentía aún mejor.

Le gustaba. No sabía hasta qué punto, pero le gustaba como jamás había llegado a gustarle Elena. Y eso era bueno y malo a la vez, porque no era capaz de romperle el corazón a Elena, pero tampoco quería seguir con ella.

Miró el reloj otra vez. Había pasado dos minutos apenas. El tiempo parecía congelado desde que había descubierto parte de sus emociones. Quería verla de una maldita vez, pero el minutero estaba pegado. Encima, ella llegaría tarde. Su puntualidad lo ponía de mal humor, a pesar de sus sentimientos por ella. También su lengua viperina, siempre dispuesta a contestarle.

Fue a la máquina de cafés para prepararse un café cargado. El proceso tardó unos cinco minutos. Eran las una con cincuenta cuando volvió a mirar el reloj. Se sentó a esperar, mientras bebía a sorbos lentos su café. A las una con cincuenta y cinco, alguien tocó la puerta y William casi derramó el café al levantarse bruscamente del asiento. La ansiedad se apoderó de él como si fuera un jodido adolescente.

Fue hasta a la puerta y la abrió. May Lehner lo recibió del otro lado con una amplia sonrisa y el cabello pelirrojo atado en una media coleta. Se veía preciosa, como siempre.

— Puntal, como prometí — dijo ella.

William le devolvió la sonrisa, pero la suya fue mucho más discreta. Tras echarle un vistazo al pasillo, el que estaba vacío de extremo a extremo, se hizo a un lado para permitirle pasar. Una vez dentro, William pensó en cerrar la puerta con llave, pero desistió porque aquello sería sospechoso.

— ¿Quiere un café? — preguntó, apuntando la máquina.

May le echó un vistazo, pero negó con la cabeza.

— Estoy bien, gracias.

— De acuerdo...— William la repasó un momento con la mirada — Entonces, ¿le parece bien si comenzamos?

May asintió con la cabeza, de modo que William le indicó que tomara asiento en la silla frente a su escritorio. La última vez que ella había estado sentada allí había sido porque William la quería fuera de su clase. Ahora, William se moría por pasar más tiempo con esa chica. La vida podía ser muy irónica, ¿no?

William se ubicó al otro lado del escritorio. Trató de adoptar una pose de relajo, que no perturbara a la muchacha, a pesar de que él mismo se sentía perturbado. Le temblaban un poco las piernas y tenía el corazón acelerado.

— Bien, señorita Lehner. ¿De qué le gustaría hablar?

May alzó las cejas.

— ¿Disculpe?

William dejó entrever otra sonrisa.

— Dígame usted el tema que quiere que discutamos — explicó — No le preguntaré de nuevo sobre la buena fe, así que propóngame usted un tema.

May se quedó callado un buen rato. No parecía segura de que él estuviera hablando en serio. Lo miró en una suerte de análisis durante lo que se percibió como una eternidad. Luego, se encogió de hombros y dijo:

EL DEBIDO PROCESODonde viven las historias. Descúbrelo ahora