DIEZ

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1

May arrastró los pies escaleras arriba, hacia su pequeño apartamento en el sexto piso de una torre de apartamentos viejos, ubicados en el centro de la ciudad.

Una vez dentro, lanzó su mochila sobre el sofá y fue a la cocina para servirse algo rápido de comer. No tenía tiempo ni mucho menos ganas de cocinar, de modo que se preparó un sencillo aperitivo a base de fruta, un poco cereal y el último yogurt que iba quedando en la nevera. Luego, se retiró a su cuarto. Allí, se echó sobre la cama y comenzó a comer lentamente, mientras en su mente se repetían una y otra vez las palabras de William Horvatt.

"Usted y yo no somos amigos", había dicho él, con aires de superioridad. "Pero usted está convencida de que estamos a la misma altura", había agregado después, mirándola con desprecio, como si ella fuera una pequeña partícula de mugre en sus impecablemente lustrados zapatos. Para rematar su discursillo, la había acusado de carecer por completo de sentido común por intentar acercamientos fuera del contexto universitario. Y sí, porque mientras él era un destacado abogado, ella era, al fin de cuentas, una simple estudiante, hija de un granjero y una costurera, que había crecido rodeada de mierda de caballo y cuyo mejor amigo estaba convencido de que el gobierno ocultaba a la población la existencia de extraterrestres.

¿En qué momento se le había ocurrido que podría llegar a interesarle a un hombre como William Horvatt?

May experimentó un arranque de furia que la llevó a lanzar el bol de vidrio contra la pared al otro lado de la habitación. El impacto lo hizo añicos, pero no se sintió ni un poco mejor. Le dolía el pecho, allí donde estaba su orgullo, herido mortalmente. Dudaba que pudiera recomponer su propia autoestima en el corto plazo, mucho menos si seguía topándose con William Horvatt.

2

Soñó con la chiquilla imprudente. Fue un sueño extraño, lleno de situaciones inverosímiles y diálogos absurdos. Su mente nunca era tan creativa al momento de tejer sueños, pero en esta ocasión se había lucido con una verdadera película de fantasía. May Lehner había entrado y salido de escena un montón de veces, su cabello pelirrojo como una cascada que iba dejando una estela perfumada. Al abrir los ojos, el aroma de su perfume siguió en el aire un rato más, persistente y entrometido como su dueña.

William se sacudió los cabellos como una forma de sacarse también de la cabeza el reciente sueño. O la secuencia inverosímil de sueños. El reloj sobre su mesita de noche le indicó que era demasiado temprano todavía para levantarse, pero igualmente salió de la cama. No quería volver a dormir. Suficiente tenía con ver a esa chiquilla molesta tres veces a la semana como para encima tener que aguantarla en otra tanda de sueños absurdos.

En la ducha, terminó de librarse de la incomodidad que le había generado el sueño. Una vez limpio, perfumado, e impecablemente vestido, fue la cocina y se preparó un contundente desayuno, el que comió mientras leía las primeras noticias del día a través de su Tablet.

Las manijas del reloj hacían un sonido hueco en medio de la amplia cocina. William llevaba más de cinco años viviendo solo. Una mujer venía tres veces a la semana y se quedaba allí alrededor de cinco horas, limpiando, cambiando sábanas y toallas, abasteciendo el refrigerador y la despensa y cocinando suficiente comida para que William no tuviera que improvisar. El resto del tiempo, él era casi el único que pisaba ese lugar. Ni siquiera Elena, con quien llevaba saliendo desde la universidad, había pasado allí más de tres días seguidos. Ambos solían decir que sus apretadas agendas no se lo permitían, pero lo cierto era William le tenía una especie de aversión a la vida en común. Su madre, la reina del hielo, se había ocupado de convertirlo en un chiquillo esquivo de las muestras de afecto y lleno de comportamientos obsesivos.

EL DEBIDO PROCESODonde viven las historias. Descúbrelo ahora