Veintidós

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la dinámica de ayer me gustó mucho, me sentí cerquita de ustedes *llora* pero ahora van a comentar mucho y yo voy a responder algunos de los comentarios. El primer comentario es mío.

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12 de marzo, 2016 (4 años antes)

La luz de la bombilla cambiaba de colores cada vez que enfocaba los ojos. Había escuchado en el instituto que se debía a un efecto o un trastorno, ya no estaba tan segura, pero lo que sí sabía es que mareaba. Claro, cuando lo hacías por mucho tiempo.

Empecé a jugar con mis dedos y la luz. No tenía nada que hacer. Mi cuarto estaba arreglado, mis tareas hechas y no había necesidad de salir a desayunar porque ya me había comido una granola. Hace tiempo que me había acostumbrado a no salir este día, parecía que justo hoy todos mis sentimientos se arremolinaban, bailaban, chillaban y convertían mi pecho en su pista de baile y en su salón de fiesta.

Ellos celebraban, yo no.

El sonido de las ollas se escuchaba hasta mi habitación a pesar de que tenía la música encendida. La cama se sentía suave a pesar de que mi espalda estaba tan tensa y dolorida que podía creer y echarle las culpas al colchón. Todo era tan repetitivo, quería que algo cambiara.

Era imposible.

La música se detuvo abruptamente para luego reproducir el tono de llamada que tenía para mi madre.
Lo desconecté del altavoz y contesté:

—Hola.

A pesar de que había querido que mi voz saliera fuerte, salió en un susurro ahogado.

—Feliz cumpleaños, Laura —su voz fría y monótona me daba escalofríos por todo el cuerpo—. No puedo viajar esta semana, debo firmar un contrato en Toronto, pero podrías venir la semana que viene a…

—Tengo clases —la interrumpí—, quizás en vacaciones.

—No importan tus clases, después arreglamos eso con un justificativo. Además, sabes que no tienes que estudiar allá, podrías estudiar aquí, hay más oportunidades que en esa cuidad… ¿Recibiste mi regalo? —cambió de tema al notar que no decía nada— Cuando vengas podemos ir de compras.

—¿Qué regalo?

—Oh, ¿No te dijo tu abuela? Te deposité dinero a su cuenta para que te compres algo bonito hoy —se escuchó mucho ruido de fondo mientras ella hablaba, parecían autos—. También puedes invitar a tus amigos a comer algo.

—Sí, sí. Está bien.

Estaba tentada a decirle a mi mamá que mi abuela no me daría ese dinero, que me llevara con ella y la dejáramos aquí, pero ¿Qué haría allá? La vez que había ido a quedarme un mes, pasé todo el día sola en su apartamento frío y profesional como ella. Era lo mismo que aquí, pero allá no estaba mi mejor amiga.

—De acuerdo, voy a…

—Mamá —la interrumpí—, necesito que me digas algo.

Había pasado toda la mañana pensando en cómo preguntaría esto, pensando en su reacción, en sus posibles respuestas, y todo los pros y contras. Había llegado a la conclusión de que sin importar qué, lo haría, preguntaría.

—Sí, dime.

Escuché su respiración mientras caminaba, combinado con el roce de su oreja y el celular.

Tragué saliva y me senté en la cama antes de abrir la boca y decir:

—¿Quién es mi padre?

El sonido repetitivo de sus tacones se detuvo, la línea se quedó en silencio y mi trasero se apretó inconscientemente por los nervios.

—No sirve de nada decirte quién es —espetó un poco brusca, tratando de hacerme ceder y no decir o preguntar nada más—, él no quiere saber nada de ti.

—No me importa. Solo quiero saber quién es. Dime.

—¿Para qué?

—Solo quiero saber quién es. Solo eso. Por favor —estaba rogando.

—¡Laura, por Dios! —gritó histérica— ¡Ni siquiera se te ocurra buscarlo, ¿Entiendes?! Solo vas a humillarte.

—Sí, dímelo.

—Iván Hernández —susurró—. Se llama Iván Hernández, es casado, tiene dos hijos mayores que tú, es empresario y NO. QUIERE. SABER. NADA. DE. NOSOTRAS.

Guardé silencio procesando todo lo que había dicho.
Tenía dos hermanos mayores.

—¿Entendiste todo lo que dije? —hice un sonido afirmativo y ella bufó frustrada— Él siempre está viajando, así que no sirve de nada buscarlo allá.

—No lo buscaré —dije ahogada.

—No te crié, Laura, pero todo el que te conozca por dos días sabrá que eres muy curiosa y entrometida.

—Bueno.

—Sí, adiós —pronunció antes de colgar.

Ni siquiera me quité el celular de la oreja cuando las imágenes de un hombre jugando,  regañando, hablando, comiendo, llorando, sonriendo, y haciendo millones de cosas junto con dos jóvenes, aparecieron en mi mente. Y sentí envidia y anhelo.
Quise estar ahí, en ese pensamiento, en ese momento, quise tener eso, quise su amor, pero seguramente ellos no sabían que yo existía. Al menos nadie a parte de Iván.

Por otro lado, todavía seguía en trance. Mi madre, luego de millones de intentos, por fin me había dado un nombre y algo más.

Tenía un nombre.

Antes de olvidarme de todo lo que mi mamá me había dicho (algo imposible) encendí mis datos móviles y busqué primero en Facebook: Iván Hernández.

Me salieron un montón de perfiles, pero yo no sabía qué buscar, no sabía qué rostro buscar. Entonces me metí en el lugar que me parecía más sencillo: Instagram.
Quizás un señor de… no sé cuántos años tendrá, quizás no use Instagram, pero es un empresario, los empresarios deberían tener redes sociales. No sé, me parece.

Me metí en cada uno de los perfiles que encontré, hasta que llegué a uno que tenía cuatro mil seguidores y treinta y dos seguidos. La información decía: Presidente de Automotriz Hernández, y adjunto una página de la empresa. Vendían autos.

Con el corazón latiéndome feroz, bajé por todas las fotos. Un hombre con traje, sonriendo sin mostrar los dientes y con algunas canas que no parecían de vejez, aparecía en casi todas.
Quizás no tenía nada para saber si se debía a él; que sí, que tenía los ojos azules igual que los míos, que sus cejas pobladas tenían la misma forma que las mías antes de depilármelas y que su sonrisa causaba las mismas arrugas a los costados que causaba la mía, pero eso no me decía nada.

Esas fotos no. Esas no, pero sí las etiquetadas. Porque en las etiquetadas estaba una chica, podría decir que tenía unos diecinueve o veinte años, pero lo que no era cuestionable, era su increíble parecido conmigo. Porque esa podría ser mi yo en tres años más.

Y ahora tenía otro nombre: Susana Hernández.

Y luego cuando me metí en el de ella, encontré otro más: Ignacio Hernández.

Y allí estaba, la familia que deseaba, pero la que no tenía.

La había encontrado.

Antes de poder dejar escapar las lágrimas, mi puerta se abrió abruptamente y una Lucero con globos rojos entró a mi habitación.

—¡Feliz cumpleaños, perra! —chilló feliz. Y deseé que Lucero siempre estuviera en mi vida.

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