Veinte

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En la mañana me desperté con un dolor de cabeza infernal. Lu podía haber aprovechado el coche de los chicos e irse directamente a casa luego de la cena, pero decidió ser mi paño de lágrimas por la noche, al igual que Oliver. Todo había salido muy bien, luego de tomar jugo natural, comer pasticho y de postre las cuatro porciones de helado, me sentí mucho mejor.

Durante la cena miré a Sebastián con admiración, su novia había hablado mal de él y allí estaba, tranquilamente, comiendo con una sonrisa en el rostro. 

Decidí quedarme en la cama, anoche me había librado del regaño descomunal que seguro me llevaría de parte de mi abuela, porque estaba dormida, pero hoy no tendría vía libre. Lo presentía.

Me sentía exhausta, tanto física como emocionalmente, pero Oliver no me daba tiempo para pensar en cosas que él consideraba innecesaria y Lucero concordaba con todo lo que me decía. Anoche me había enviado mensajes hasta que me quedé dormida y no pude responder más, pero esta mañana tenía varios mensajes de él y una invitación para almorzar en su casa junto con Lu. Creo que se había dado cuenta que éramos un paquete.

Le había preguntando si tenía que ver con el hecho de que iba a fingir que era su novia, pero lo negó rotundamente alegando que más bien se inclinaba a la necesidad que tenía de verme y escucharme hablar.

El corazón había pasado minutos enteros latiéndome frenéticamente.

No estaba lista para entrar en una relación, lo supe cuando consideré la idea de que Oliver me estaba mintiendo y que solo se quería divertir conmigo. Así que tomé la decisión de dejarle las cosas claras:

“¿Sabes que solo podemos ser amigos, verdad?”

Le había enviado en un mensaje. A lo que él contestó:

“¿Sabías que las relaciones amorosas se sustentan de la amistad?”

Y luego agregó:

“Pienso respetarte, Laura. Nunca pienses lo contrario.”


Tuvimos que dejar de hablar porque tenía que preparar el desayuno para la niña, y además le había llegado la visita de Susana, la mamá de Andrómeda, de forma inesperada, hay que acotar.


Pasé el resto de la mañana mirando el techo y pensando en todas las cosas que pude haber hecho mejor y no hice. Lucero estaba dormida a mi lado, no la culpaba, la había mantenido despierta mientras lloraba a moco suelto y luego intercalaba varios minutos donde le pedía ayuda para responderle a Oliver.

Cuando se hicieron las once de la mañana, me levanté con un dolor insoportable en la columna y me fui directamente a tomar un baño.

Si hubiese sabido que la pesadez que sentía se quitaba con un baño de agua fría, lo hubiese hecho desde las siete de la mañana que me levanté.

—Anda a bañarte —dije, despertando a mi mejor amiga. Ella murmuró algo y se durmió nuevamente. La dejé en paz.

Decidí ponerme un suéter gris y un chándal del mismo color, combinado con unos zapatos blancos. Estaba cómoda y además me sentía mínimamente presentable.

En una pequeña mochila metí mis documentos y el celular, más algo de efectivo por si acaso. Me pegué a la puerta para tratar de escuchar algún ruido que me hiciera saber que mi abuela estaba en casa, pero no escuché nada.

Desperté a Lucero nuevamente y por fin cedió. Se despertó con los ojos rojos en inflamados por el llanto compartido de la noche anterior y con la misma pesadez que había sentido yo, pero ahora sabía que se quitaba con agua fría.

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