Treinta y uno

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—¡Lucero, pásame la lámpara!

—¡Estoy ocupada! —chilló desde la otra habitación. Justo en ese momento sonó el timbre.

—¡No puedo abrir! —grité antes de que ella pudiera hacerlo.

—Ni siquiera nos hemos mudado bien y los vecinos ya andan jodiendo —murmuró bajito mientras pasaba de mi puerta abierta para abrir la de entrada.

Seguí acomodando las cosas, que habían en las cajas, en su lugar, con una increíble satisfacción llenando mi pecho.
Por fin había salido de casa y solo para vivir con mi mejor amiga; un sueño desde que estábamos pequeñas, pero que se ha hecho realidad. Tuve que conseguirme un trabajo nocturno como camarera, pero sé que valdrá la pena.
Alquilamos en un pequeño edificio ubicado en el centro de la cuidad, hace tanto calor que siempre tenemos que estar casi desnudas y bebiendo agua fría, los autos se escuchan las veinticuatro horas del día y tuvimos la suerte de conocer a una de nuestras vecinas, otra adulta joven que odia el calor, los ruidos y las personas, así que cuando Lucero y yo nos presentamos, ella simplemente dijo: no me pidan ningún favor en su miserable vida, les agradezco de antemano.

Al menos nos había dado las gracias. Eso era bueno, supongo.

Era un chica guapa, tenía pintas de artista cuando la vimos, pero confirmamos todo cuando hace unas horas la vimos nuevamente subiendo con varios lienzos impolutos.

También teníamos a una vecina muy peculiar. Era una señora ya mayor, con todo el cabello blanco y la piel muy pálida, aunque su cuerpo se veía muy saludable; cuando escuchó todo el ajetreo de la mudanza (porque además no teníamos ascensor) ella medio abrió la puerta y puso la mitad de la cara por la pequeña abertura que había hecho, nos miró, abrió completamente y saludó con su mano.

A nosotras nos pareció muy mona.

Según fuentes seguras y verificadas, había un chico que se mudaría mañana, viviría al lado de la señora mona y al frente de la artista amargada. Por lo que estaríamos completos en el pequeño piso de cuatro apartamentos.

—¡… Y me vale verga!

El grito de Lucero se escuchó en todo el apartamento, sobresaltándome. Me asomé rápido en el marco y desde allí pude ver a Lucero y a Sebastián en la puerta, junto con otro chico.

—Eres una malagradecida, las ayudé y ni siquiera puedo mirar cómo van —refutó Sebastián sin alterarse, a pesar de tener el ceño bastante fruncido—. Además este apartamento también es de Laura y ella es mi cuñada, puedo pasar.

Mis mejillas se pusieron rojas por lo último.

—Ay que bueno, que te abra ella.

Lucero hizo el amago de cerrar la puerta, pero fue detenida por una mano masculina. Dejándonos a las dos perplejas, nos dimos cuenta que el responsable de la intromisión no fue Sebas, sino el chico que estaba a su lado. Éste pasó tranquilamente, sin inmutarse por el rostro rojo y confundido de mi amiga.

—¡¿Pero qué te pasa, cabrón?! —le gritó, siguiéndolo hasta la pequeña sala donde él se había ubicado.

El chico se giró y la miró desde su altura con una ceja alzada. Él se veía realmente atemorizante, pero Lu no se amedrentó y lo miró fijamente.

—A mí nada ¿Y a ti? —inquirió tranquilo.

Oh, no.

Antes de que pasara cualquier cosa más, y supongo que porque él ya la conocía y sabía qué venía, Sebas entró y señaló al chico.

—No le hables así, Kennedy —demandó, a lo que el chico se encogió de hombros y buscó asiento en los muebles que Lucero se había traído de su casa. Viejos y sucios, pero que con unas fundas de cuero blanco habían quedado como nuevos.

—Hola —dije en un hilo de voz alargando la A.

La atención de todos estuvo en mí y me sentí un poco incomoda usando solamente un short deportivo y una camisa negra de tirantes. Pero mi pena quedó atrás cuando Sebastián se acercó hasta mí y me dio un gran abrazo, yo hice lo que pude para corresponder aún con el bolso que él cargaba en la espalda.

—Felicidades. Te traje un regalo.

Di brinquitos en mi lugar y me separé para mirar.

—¿Qué es?

Él se quitó el bolso y lo abrió, haciendo que inmediatamente se vieran dos cuadrados. Uno era morado y el otro verde manzana; cuando me pasó el último me di cuenta de que era una bolsa plástica con tela bien doblada adentro, al leer el papel enganchado por dentro supe que era un juego de sábanas y fundas.

—Ese es tuyo y este de Lucero —mencionó, dándome el verde manzana y luego el morado.

—Sebas —lloriquee—, está bellísimo. Gracias.

Él se encogió de hombros, sonriendo, y se giró para caminar hasta su amigo, que simplemente miraba sin interés todo a su alrededor.

—Él es mi mejor amigo, Kennedy —lo señaló y luego a nosotras—. Ellas son Lucero y Laura.

Yo sonreí en su dirección, pero Lucero bufó, caminó hasta mí, agarró su regalo y se metió en su cuarto.

—¿Siempre es así de mal follada?

Inmediatamente miré a Kennedy luego de escucharlo hablar. Mis ojos estaban sumamente abiertos.

—Kennedy…

Sebas no pudo terminar de hablar porque la puerta del cuarto de Lucero se abrió y ella salió con el ceño fruncido.

—Mira mamaguevo, no te permito que vengas a mi casa a hablar de mí de esa forma —a pesar de todo pronóstico ella estaba hablando—. Y si tan mal follada crees que estoy deberías ir a decirle a tu padre cómo se hace, porque es al único que me he follado esta semana.

Kennedy sonrió divertido y asintió.

—Ah vale, te va la espectrofilia —yo miré sin entender—. Creo que a mi difunto padre le alegrará saber que a la estúpida jovencita que se está follando no le gusta cómo lo hace.

Lucero no dijo nada, noqueada mentalmente como yo. Se giró tensa y desapareció por su habitación.

Yo no pensaba disculparme con Kennedy, él había sido muy maleducado al llamarla mal follada.

El sonido del celular de Sebas nos sacó del silencio infinito que nos cargábamos. Yo me quedé en mi sitio mientras Sebas se alejaba unos pasos y contestaba.

—Tu amiga es linda —pronunció el chico, acaparando mi atención.

—Lo es.

—Y caliente —siguió.

—Supongo.

Nos quedamos callados.

—¿Eres novia de Oliver? —inquirió luego.

No pude responder porque Sebas se acercó rojo y con cara de circunstancia.

—Andrómeda está desaparecida —pronunció ahogado, dejándome helada.



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