Capítulo 1: El Expreso de Solaris

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Capítulo 1: El Expreso de Solaris



No tardé en irme de la fiesta, y sí, lo hice sin avisar a Cat ni despedirme de los novios. Un gesto que muchos considerarían de mala educación pero que en mi mente no tenía importancia alguna. Después de la noticia de Ares, en mi mente solo había espacio para ella.

Para Tyara.

Para Tyara desaparecida.

Quise pensar que no era mi problema. Tal y como me anunciaron la terrible noticia, me puse a la defensiva, asegurando que los asuntos de aquella chica y su familia ya no me competían. Que después de tantos años sin tener relación, no me importaba. Conociéndola, era innegable que la noticia era preocupante, pero no tenía nada que ver conmigo...

Y me lo dije mil veces mientras seguía en la fiesta, encerrado en mis propios pensamientos, incapaz de disfrutar de la celebración. Y me lo repetí cunado me fui, mientras recorría las carreteras en el coche y atravesaba las bulliciosas calles de Solaris.

E insistí una y otra vez... pero no sirvió de nada. Obviamente, no era cierto. Por mucho que intenté convencerme de que no me importaba y que su desaparición me era indiferente, no lo conseguí. De hecho, la noticia se me clavó con tanta violencia en el cerebro que tuve que escapar al único lugar donde creía que podría encontrar antídoto a mi propio veneno. Allí donde tan solo los seres atormentados como yo nos sentíamos realmente cómodos: la antigua sede del Crisol. Un imponente bloque gris de hormigón situado en el sector Este cuyos apartamentos habíamos ocupado durante años y que, por aquel entonces, estaba prácticamente vacío.

De vez en cuando, cuando lo necesitaban, los antiguos agentes pro-humanos iban a pasar unos días bajo su techo para desconectar de la realidad. Entre aquellos muros podíamos quitarnos la máscara y expresar abiertamente nuestras frustraciones y miedos; divagar y discutir sobre la gestión tan imprudente de los Ember. Pero solo nos lo podíamos permitir mientras estuviésemos allí, al margen de la sociedad. Una vez atravesábamos sus puertas y volvíamos a las calles volvíamos a ser los agentes que todos esperaban que fuésemos: los leales a la Corona.

Y aunque durante los primeros meses después de la liberación no había pisado apenas aquel lugar, demasiado ocupado como para tomarme unos minutos de paz, hacía tiempo que lo visitaba asiduamente. Allí me reunía con Horus para charlar y fumar hasta altas horas de la madrugada, criticando absolutamente todo cuanto nos rodeaba.

Y aquella noche lo necesitaba.

Encontré a mi buen amigo en la séptima planta, tumbado en el sillón del pequeño saloncito que compartíamos durante nuestras visitas a la sede. Se había quedado dormido viendo un partido de fútbol cuyos minutos finales ponían en evidencia la pésima calidad del equipo del sector Norte. Los del Oeste siempre arrasaban.

Entré en la sala, recogí el mando del suelo y apagué el televisor. Seguidamente, dedicándole una breve pero intensa mirada a mi buen amigo, cuyo aspecto dejaba mucho que desear tras haberse quedado dormido con la boca abierta, recogí la botella que había tirado al suelo y la deposité sobre la mesa. Por suerte para él, pues de lo contrario le habría obligado a limpiarlo con la lengua, ya no quedaba contenido que verter sobre la alfombra.

—Horus, despierta —dije, encendiendo la luz del salón—. Vamos, despierta, te has quedado dormido.

Mi camarada tardó unos segundos en reaccionar. Apretó mucho los párpados, molesto ante el fogonazo de luz, y se incorporó con lentitud, como si de un gran coloso caído se tratase. Supuse que debía llevar bastante tiempo dormido.

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