Capítulo 41

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Benjamin Hardwicke

—¿Y si nos paramos y compramos una botella de vino?

La miré de soslayo y volví a clavar la mirada en la carretera. En cierto modo, su nerviosismo me resultaba encantador. 

—No hace falta — contesté sin poder evitar trazar una sonrisa divertida—. Nos han invitado a almorzar. No esperan que llevemos nada.

Fruncí los labios y quité la mano izquierda del volante para posarla en su rodilla.

—Pero no sabían que vendría. Me he apuntado a última hora y--

—Y están encantados de que vengas— la corté, dándole un leve apretón con la intención de tranquilizarla — Roger, Abby y Emma también estarán ahí.

La escuché soltar un suspiro, pero no dijo nada más.

Nos paramos en un semáforo en rojo y la enfrenté de nuevo. Tenía los dedos enredados en las puntas de su pelo y la mirada fija en el suelo.

—No tienes por qué estar nerviosa—. Le acaricié los muslos por encima de las medias con el dedo pulgar y mantuve mis ojos en ese punto durante unos segundos. Se había puesto un vestido-peto color camel que provocaba en mí instintos primitivos. Carraspeé y volví a clavar la vista en la carretera cuando el semáforo se puso en verde —. Ya conoces a mis padres. Les caes de maravilla.

—Sí, los conozco —. Suspiró de nuevo — Pero esta vez es diferente.

—Ah, ¿sí? — Vislumbré nuestro destino calle abajo y disminuí la velocidad —. ¿Y eso por qué?

Me detuve frente a la casa que me había visto crecer y giré el volante para poder entrar en el garaje. Tras buscar el mando de las puertas, lo apreté y aguardé a que estas se abrieran

Ante su silencio, me volteé ligeramente y alcé las cejas para enfatizar mi pregunta. De nuevo, me perdí en la imagen que suponía su pelo trenzado y sus mejillas coloradas. Últimamente, mi libido estaba por las nubes y la mujer que tenía al lado era la responsable.

—Pues porque ahora estamos juntos de verdad — la escuché farfullar de forma apresurada.

Chasqueé la lengua y entré el coche en el garaje. Una vez estacionados, me quité el cinturón y me incliné en su dirección, apoyando el brazo sobre el respaldo de su asiento y sonriendo con socarronería. Con el peinado que había escogido para ese día, la piel de su garganta quedaba expuesta ante mí, por lo que tuve que contener el impulso de recorrerla con la lengua.

—¿Es oficial? — pregunté con la voz ronca.

Presencié el momento exacto en el que sus pupilas se agrandaron y sostenía el aliento. Su pequeño cuerpo se encogió ante mi escrutinio y apretó los muslos con nerviosismo. Tragué saliva preguntándome como lograría estar todo el almuerzo sin arrancarle la ropa.

—Eso creo, ¿no? — carraspeó con evidente confusión.

Ensanché mi sonrisa y sostuve una de sus mejillas con la mano.

—¿Y qué te ha hecho pensar eso?

¿Qué te dijera que te quiero, quizás?, añadí en mi cabeza.

Frunció las cejas y aproveché su desconcierto para reducir la distancia que nos separaba y besarla en la boca. Supe que había sido un error nada más probar el sabor de sus labios. Por suerte, hallé la forma de apartarme.

—Estaba bromeando — añadí—. Por supuesto que es oficial.

Entreabrió los ojos para mirarme y una de sus manos viajó hacia mi hombro. Acarició la base de si cuello con el dedo pulgar y se alzó hacia mí, haciendo que el deseo nublara mis sentidos y acabara besándola de nuevo. 

Efectos secundarios [2.5].Donde viven las historias. Descúbrelo ahora