Capítulo 43

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La tormenta de emociones se desató en cuanto ellas cruzaron el umbral de la puerta. Habían estado a mi lado en todo momento: el día del funeral, cuando mis padres decidieron dejar Madrid, la fatídica tarde en la que tuve que deshacerme de las cosas de Carlos... No me dejaron sola ni un solo segundo. Se convirtieron en el pilar que hizo que no perdiera la cordura. Lo hicieron sin pedir nada a cambio.

Me levanté de la cama y las miré fijamente. La cicatriz que creía curada ardió en mi pecho y las lágrimas emborronaron mi visión. Comenzaron a brotar por mis ojos de forma sucesiva. No hice ni el intento de frenar la pena. Sabía por experiencia que cuando la fuente de la angustia se abría, era incontrolable.

Marina avanzó hacia mí sin decir nada e hizo que me sentara de nuevo en la cama. A continuación, me rodeó firmemente con los brazos y descansé mi frente sobre su hombro. Pronto sentí como el colchón se hundía a mi lado. Carla me abrazó por la espalda, quedando yo entre las dos. Su compañía avivó mi desconsuelo y comencé a respirar de forma irregular.

—Eso es — me susurró la rubia al oído —. Suéltalo todo, cariño.

Sus palabras hicieron que las barreras se derrumbaran y mi autocontrol se redujo a la nada. Permití que la pena se apoderara de cada centímetro de mí. La voz de Paula resonó en mi mente mientras sollozaba:

La tristeza sirve como trampolín hacia la felicidad. Puede ser difícil, pero la mejor forma de hacerle frente es identificar cuando nos sentimos tristes y, sobre todo, permitírnoslo sin culparnos por ello.

Al cabo de un rato, conseguí tranquilizarme y deshice el abrazo.

—Te he empapado el jersey — me disculpé mirando a Marina — Lo--

—Ni se te ocurra disculparte — me cortó Carla, a lo que le contesté con una sonrisa débil.

—¿Cómo te encuentras? — se interesó la pelirroja en tono calmado.

Cerré los ojos un momento y me froté la frente con los dedos. Cuando los abrí de nuevo, vi la bolsa de deporte en el suelo y me levanté para recogerla.

—Tengo que ir a ver a mis padres.

Marina caminó hacia mí y se cruzó de brazos.

—Eso no responde a mi pregunta.

—Deben de estar destrozados — continué tras suspirar.

—Sigo sin tener una respuesta.

—Es tarde — declaró Carla. Miré la hora en el despertador y descubrí que eran las tantas de la madrugada —. ¿Por qué no descansas un rato? — sugirió con cautela. A continuación, me quitó la bolsa de deporte de entre las manos y la dejó sobre la butaca —. Si quieres, mañana yo misma te ayudaré a buscar un vuelo para que vayas a verlos.

Cogí aire lentamente y asentí. La cabeza me dolía horrores y el vacío que tenía en el pecho no me permitía respirar con normalidad. Sin duda, necesitaba dormir y meditar cual sería mi próximo movimiento.

—Aun así, tengo que llamarlos.

******

Estaba temblando cuando colgué la llamada. Había durado menos de veinte minutos. Mi padre no perdió los estribos en ningún momento. Me tranquilizó un poco que no me hubiera echado nada en cara. A fin de cuentas, él no era mi madre. 

No conseguí hablar con ella. Según me dijo él, estaba descansando. Al parecer, le había dado un ataque de ansiedad y se había tomado los tranquilizantes que le había recetado su psiquiatra. 

Intentó persuadirme de que no fuera a visitarlos, de que esperara a que la situación mejorara. Sin embargo, antes de dar la conversación por finalizada le prometí que lo llamaría de nuevo al día siguiente. Necesitaba asegurarme de que estaban bien.

Efectos secundarios [2.5].Donde viven las historias. Descúbrelo ahora