Capítulo 1.

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Domingo 6 de septiembre de 2020

Mi cuerpo albergaba tanto nerviosismo, que ni tú, ni nadie, ni yo podía creerlo, pero eso no era lo peor de todo esto.

Lo peor era que volvería a verlo, que me lo volvería a encontrar, y era eso lo que me causaba ansiedad, náuseas, dolor de barriga, estornudos y dolor de cabeza.

En conclusión: me enfermaba.

Moría de los nervios, sentía que en cualquier momento terminaría fingiendo un desmayo para no ir a allí.

No obstante, sabía que eso sería imposible, porque tenía al lado mío a mi madrastra, y ella haría todo lo posible para que fuera y diera una buena impresión. No podía arruinar la reputación de la familia Benson.

Sí, mi apellido era ese. Y mi nombre era Alannah. Alannah Benson. Dieciocho años. De baja estatura. De piel clara. De ojos mieles. Cabellos castaños, largos y con intento de rizos. De contextura ni delgada y gruesa. A ver, me gustaba comer y no tenía un metabolismo rápido. Mi rostro era circular, mis mejillas eras regordetas y mis labios delgados.

Solté un suspiro y me miré de nuevo frente al espejo. Una mueca de desagrado se formó en mi rostro. O sea, no es que me veía mal, pero había algo que no cuadraba en mí.

Tu cabello y tu rostro, quizás.

—¿Es necesario ir con un vestido? —pregunté, ladeando mi rostro para mirar a mi madrastra.

Esther Moore, mi madrastra desde los quince años, llevaba puesto un vestido negro ceñido a sus voluptuosas caderas y un maquillaje que resaltaba el color café de sus ojos. Era hermosa sí, nadie lo negaba, su belleza impactaba, sin embargo, era malévola con sus palabras.

Era una bruja.

Debía recalcar que la de las peores.

Sus ojos me miraron de pies a cabeza. Yo, por mi parte, llevaba puesto un vestido rojo, que me apretaba el cuerpo, con el escote pronunciado, y demasiado corto, me llegaba a los muslos. No me gustaba, me hacía sentir algo incómoda. Pero era el vestido que mi padre me había comprado, en realidad, le había dado el dinero a mi madrastra para que me lo comprara.

Casi parecía un saco rojo de boxeo.

Bueno, no tanto así.

—Cariño —rodé los ojos ante su forma de llamarme—, la familia Garson es muy prestigiosa y nosotros también, no podemos dar un mal aspecto frente a los demás. El vestido no te queda tan mal, hay algunos rollitos que sobresalen, pero no importa, ahora déjame maquillarte.

Hiy ilginis rillitis qui sibrisilin.

No me afectaba en lo absoluto su comentario, había aprendido a lidiar con ellos pasándolos desapercibidos. Yo solía tomar los positivos, así que ese pequeño comentario no me había bajado ni un poquito mi autoestima.

Rodé los ojos, resignada y fui hacia al tocador, me senté y dejé que me maquillara y peinara el cabello revoloteado que tenía.

No sé cuánto tiempo transcurrió cuando mi madrastra terminó con todo lo previsto. Hizo que me mirara frente al espejo, y yo quedé con la boca abierta. Dios santo, parecía una...

Diosa.

Sí, eso mismo.

Para ser sincera, no tenía idea de lo que había hecho, pero me veía realmente bien. Había pintado mis labios de color rojo, me gustaba porque daba un buen contraste con el tono de mi piel, había maquillado mis ojos de tonos suaves y contorneado e iluminado mi rostro demasiado perfecto. Cambié de perspectiva, ese vestido no me iba tan mal. Ese día, la sirvienta de los Garson, tendría que limpiar las babas del suelo.

Dime que me AmasWhere stories live. Discover now