Prólogo

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Odiaba y amaba los campos de batalla.

Paseaba por la árida llanura por la que su ejército había avanzado horas atrás cubierto de cuerpos y sangre sobre los que caía una fina llovizna. Eligió pensar que era una felicitación por su victoria.
Sus hombres se dedicaban a recoger los cadáveres que portaban armaduras negras como la obsidiana, los compañeros que habían caído ese día. Los otros llevaban blasones esmeralda en la coraza, y a esos los ignoraban. Serían pasto de los cuervos. Ese pensamiento hizo que esbozara una cruel sonrisa, que se ensanchó cuando llegó al campamento que antes habían ocupado sus enemigos. Destrozado y quemado por completo, nada más y nada menos que lo que aquellos rebeldes merecían.

Aún llevaba su espada al cinto, junto con su traje de batalla negro y plateado salpicado de sangre; incluso tenía en su mejilla, pero no pensaba hacer nada al respecto hasta que no hubieran terminado de despejar la llanura. Al fin y al cabo, la mayor parte de esa sangre no era suya. Un largo espejo ovalado flotaba a su lado, siguiendo sus pasos. Miró a su reflejo por el rabillo del ojo: su aspecto era brutal a la par que elegante. Sus facciones femeninas contrastaban con su traje oscuro y su corto cabello blanco brillante. Un fulgor plateado relucía aún en sus ojos, que mostraban desdén y orgullo. Sus labios, salpicados de rojo como si de carmín se tratara, mostraban una sonrisa sugerente y perversa.

Odiaba el campo de batalla por los cuerpos de sus hombres que acababan ardiendo en las piras funerarias con todos los honores, pero lo amaba más de lo que lo odiaba. Amaba sentirse poderosa, ver caer a los enemigos a su paso e inspirar el miedo en estado puro que se reflejaba en sus rostros cuando, al comenzar la lucha, comprendían que no iban a poder ganar. Eso no tardaba en quedar claro.

El reflejo del espejo flotante le guiñó el ojo, y ella a su vez inclinó la cabeza en agradecimiento. Era un gesto al que su madre le había hecho acostumbrarse: una muestra de silenciosa gratitud hacia el poder que le concedía sus victorias. Aunque, claro está, también le gustaba pensar que en parte eran gracias a su propia fuerza. Se detuvo a contemplar los restos calcinados del campamento. La Insurrección había asentado en esa llanura aislada una de sus bases, y llevaban un tiempo dando problemas, que era lo único que esa panda de cobardes sabía hacer. Se creían rivales para su madre, de verdad que creían que podían recuperar el trono de Ethryant cuando llevaban intentándolo más de veinte años. Ella era ahora la responsable de librar una guerra que comenzó antes de nacer siquiera, y lo hacía gustosa porque era ahora su guerra. La guerra de su reino y su familia. Una guerra que siempre había estado destinada a ganar.

Que a la Insurrección le costara aceptarlo no era su problema.

—Alteza.

Se volvió para encontrarse cerca de ella a un hombre joven que portaba una armadura obsidiana y un espadón al cinto, con los galones de comandante al hombro.

—Mira esto, Mylod —dijo, señalando el campamento destruido. — Los insurrectos son tercos por seguir desafiándonos.

—Eso es porque sus líderes no tienen ocasión de verte pelear.

—Oh, lo harán, amigo mío —replicó, alzando la barbilla. — Cuando averiguemos donde se esconden esas ratas rebeldes, me verán pelear. Será lo último que vean.
Mylod esbozó una leve sonrisa, acostumbrado a la actitud de su fiera Princesa.

—No nos cabe ninguna duda. Pero, hasta entonces, ya hemos reunido a los prisioneros en el campamento y esperan para ser interrogados.
Los hombros de la joven se tensaron.

—¿Cuántos hay?

—Seis. Por ahora. Estamos buscando más supervivientes.

—Bien. Traed ante mi presencia a todos los insurrectos vivos. Sin excepción.

El reflejo de la Reina: ExilioWo Geschichten leben. Entdecke jetzt