Capítulo 8

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El día del baile de Eneas, todos los que vivían en la casa de los Aursong tenían los nervios a flor de piel. Incluso aquellos que no estaban invitados.
La celebración estaba en boca de todos. Los habitantes de la isla no hablaban de otra cosa que no fuera la suntuosa fiesta de nuestro príncipe. Todo Cavintosh contenía el aliento, expectante. Yo también, pero por una razón muy distinta.

Con el paso de los días, la actitud de Clariess había cambiado. Se resistía siquiera a mencionar la cuestión que nos tenía preocupadas a las dos y se mostraba sonriente, alegre y obediente. Aceptando silenciosamente lo que podría pasar, al igual que todos los demás. No había hablado con Rodion desde nuestra pelea en el bosque, y la verdad era que eso me entristecía sobremanera. No habíamos discutido en mucho tiempo, y desde luego no habíamos estado tanto tiempo sin hablarnos. Era una experiencia nueva para los dos, y no se me ocurría un momento peor para vivirla.

Examiné los dos vestidos que había extendido sobre mi cama con cierto disgusto. Ya me había hecho a la idea de acompañar a Clariess a aquel estúpido baile. Estaba acostumbrada, llevaba años siendo la muleta de mi amiga en la mayoría de los eventos a los que la invitaban. Esa fue una de mis nuevas labores cuando me convertí en su dama de compañía, pero al principio la familia se resistió a permitirlo. Sin embargo, tras un par de fiestas y reuniones en las que se vieron obligados a turnarse el cuidado de Clariess, Fyodor dio su brazo a torcer.

Siempre intentaba mantenerme invisible cuando tenía que acompañarla. Silenciosa a no ser que me hablaran directamente. Inmóvil a no ser que Clariess tuviera que desplazarse. Apenas una sombra.

El primer vestido era el de color gris que había llevado en el barco de los Eremien, y el segundo era blanco amarillento por su antiguedad. No me gustaban demasiado, pero esas eran las únicas prendas medianamente elegantes que tenía. Solía usarlas, pero aquella noche todos los aristócratas insurrectos llevarían sus mejores galas. Con esa ropa, más de una vez me habían confundido con una empleada. Solté un suspiro resignado. Iba a ser una noche horrible. Y, además, aquella mañana me había levantado de un humor de perros. Sólo la última carta de Lokih había logrado arrancarme una sonrisa, en la cuál me sugería ciertos comentarios deliciosamente sarcásticos que dedicarles a los invitados en el probable caso de que me aburriera. Si no eran bienvenidos, su siguiente consejo fue que buscara la salida más cercana en la mansión de Eneas.

Consciente de que Cadmot tenía intención de llamarme andrajosa tan pronto como me viera con alguno de esos vestidos, decidí aplazar el momento de elegir e ir a arreglar a Clariess, lo cuál me llevaría mucho más tiempo. Dado lo emocionada que estaba Gracelie con este baile, no aceptaría que el aspecto de su hija estuviera por debajo de la más impecable perfección. Justo cuando abrí la puerta de la habitación, me encontré con alguien a quien no tenía energías para soportar.

—¿Qué quieres, Fern?

—Vaya, veo que se te han subido los humos —bufó ella, airada, y se asomó descaradamente por debajo de mi brazo. — Ah, Persie, no me digas que pensabas ir a la casa de su alteza llevando alguno de esos trapos polvorientos.

La fulminé con la mirada al tiempo que entornaba la puerta.

—No tengo tiempo para esto. Debo ir a preparar a Clariess, así que a no ser que...

—Tengo órdenes de los señores de ser yo quien atienda a lady Clariess esta noche.

Miré a Fern con desconfianza.

—¿Te lo estás inventando?

Teniendo en cuenta lo obsesionada que estaba con conseguir mi puesto, no parecía contenta precisamente.

—Pues claro que no. Tú también tienes órdenes: quieren que te pongas esto.

Abrí los ojos como platos cuando Fern me tendió un vestido color lavanda que llevaba colgando del brazo.

El reflejo de la Reina: Exilioजहाँ कहानियाँ रहती हैं। अभी खोजें