Capítulo 12

2 2 0
                                    

Si mi relación con los Aursong era tensa antes, ahora era una verdadera pesadilla.

El hecho de que la comida me supiera a cielo no quitaba que tres de las cinco personas con las que estaba sentada parecían pretender asesinarme con la mirada. Al parecer, otra de las ventajas de convertirme en una Aursong era que ahora compartía mesa con ellos.

Mis uniformes habían desaparecido del vestidor, sólo quedaban las prendas que suponía que Gracelie me había conseguido. Además, había sido Fern quien había traído a Clariess a la mesa, con una parsimonia exagerada que sin duda irritó a sus padres. Aquella alegría no iba a durar mucho, porque, en cuanto se retiró, Gracelie dijo que quizá fuera el momento de empezar a buscar una dama de compañía más apropiada para su pequeña. Según sus propias palabras, Fern era horriblemente vulgar, además de poco atractiva. Yo detestaba a esa mujer, pero el comentario me pareció de lo más ofensivo.

Los últimos días me había saltado algunas comidas con tal de evitar aquellas incómodas situaciones, pero aquel mediodía estaba tan hambrienta que no estaba dispuesta a renunciar a los deliciosos platos que servían a la familia. Me sentaba en una silla entre Clariess y su madre, centrándome en terminarme el almuerzo lo más rápido posible al tiempo que mantenía un mínimo de decoro. Hacer las dos cosas a la vez era más complicado de lo que creía. También trataba de no alzar la vista a no ser que fuera necesario, porque no iba a encontrarme nada bueno. El pasatiempo favorito de las comidas parecía ser no quitarme el ojo de encima. Clariess era la única que parecía no querer hacerlo, que estaba incómoda cerca de mí. De modo que, cuando levantaba la mirada, esto era lo que podía encontrarme: a Fyodor lanzándome continuas miradas de advertencia y rabia contenida, a Gracelie observándome por el rabillo como si todo aquello fuera culpa mía, o a Cadmot actuando como si fuera un animal muerto tirado sobre la mesa. El peor con diferencia era Rodion. Él no lo hacía todo el rato, pero de vez en cuando alzaba la vista y me dedicaba huidizas miradas compungidas. Era demasiado irritante y doloroso, pero no podía decir delante de su familia que lo dejara de una vez o que fuera un poco más disimulado.

—Persie —la voz ronca del general casi me hizo pegar un respingo. — ¿Hay novedades con respecto a los entrenamientos?

—No, ninguna.

—¿Haces algún progreso?

Ninguno. Scilla seguía empeñada en practicar lo básico. Hacer las cosas que me ordenaba, mover mi reflejo o sostener con él objetos me resultaba ridículamente sencillo. Dudaba mucho que fuera a derrotar a la Reina Furya tirándole una copa a la cabeza. Ojalá.

—No.

—No te esfuerzas lo suficiente.

—Sin ánimo de ofender, Scilla no es apta para enseñarme. Puede haber estudiado a la Reina toda la vida, pero no sabe nada sobre controlar la magia.

El general frunció el ceño.

—¿No estás satisfecha con tu maestra?

—Eso no es lo que he dicho.

—¿Es que tienes exigencias, Persie?

—Yo no...

Fyodor dio un golpe en la mesa que nos sobresaltó a todos.

—Entonces explícate.

Titubeé, pero respondí:

—Scilla no es una bruja: yo sí.

Tanto Clariess como Rodion se tensaron visiblemente cuando dije eso. No les presté atención.

—¿Y qué?

—Por mucho que haya investigado, no tiene poderes. No puede enseñarme a controlar algo que desconoce.

—Tendrás que apañártelas. Espero que hayas progresado adecuadamente para la próxima semana.

El reflejo de la Reina: ExilioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora