Epílogo

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EL HOMBRE DE LOS SUEÑOS

Fue como si hubiera estado comprimido dentro de un cascarón, oscuro, silencioso, sin sentir nada en absoluto.

Y como si de repente me hubieran sacado de él, destrozándolo con un poder tan arrollador que me arrastró consigo.

Llevaba días fragmentándome dentro de aquel cascarón, sintiéndome como me iba deshaciendo desde lo más profundo de mí. La esencia de mi ser, aquello que me mantenía en este mundo, se desvanecía sin que yo pudiera hacer nada para evitarlo, y por lo tanto yo también. No era humo, era menos que humo, algo tan imperceptible que volví a sentirme como si en realidad no fuera real, como si nunca lo hubiera sido y todo lo que me había hecho pensar lo contrario no hubiera sido más que una ilusión tan vana como yo.

Volver a ver el páramo de niebla plateada fue como respirar, por mucho que llevara años sin hacerlo. Me hizo sentir tan vivo como saber que, lentamente, todo lo que me había formado, lo que me había hecho ser yo desde que morí y llegué a aquel lugar, se recomponía, regresaba a mí desde las más profundas tinieblas. Miré hacia abajo, cómo el humo volvía a formar mis manos y mi cuerpo. Me llevé una de ellas a la cara y, como de costumbre, no la sentí, pero sabía que había algo allí.

Por debajo de mis pies, estaba suspendido sobre lo que parecía un amplio círculo trazado con luz, y esa misma luz formaba cambiantes símbolos afilados e incomprensibles que se movían en torno a mí. Ni siquiera tocaba el suelo; flotaba, ingrávido y desorientado.

No tardé en darme cuenta de que no estaba solo y de que, por primera vez, quien me acompaña en aquel lugar no era Persie. En su lugar, era la mujer más hermosa que había visto o soñado. Menuda, pero esbelta, cada centímetro de su cuerpo, de su piel blanca como la nieve, era delicado, casi etéreo, como un bello espíritu o una especie de maravilloso ser sobrenatural. Su cara era tan bella que me dejó sin aliento, rasgos de una criatura celestial tentadores como los de un demonio. Toda ella desprendía elegancia y misterio, como si con sólo mirarla pudiera adivinar claramente que bajo toda aquella pureza y perfección se escondía algo oscuro y terrible que sólo conseguía que me fuera imposible apartar la mirada. Ella tampoco apartaba la mirada de mí, con unos singulares ojos que parecían hechos de acero y estrellas, y durante un instante me permití recorrer el camino de esos hombros esbeltos y la clavícula sobre la que caían unos mechones completamente blancos y lisos.

—Eriavar —susurró, y yo temblé cuando su voz lo hizo también.

—¿Quién eres? —pregunté, cauteloso a la vez que intrigado.

—No me conoces, pero yo a ti sí, y me he pasado todos estos años echándote de menos.

¿Me conocía? ¿Cuando la había conocido? ¿Cómo había podido ser yo capaz de olvidar a una mujer como ella? El mero recuerdo de ella allí, delante de mí, me perseguiría para toda la eternidad, ¿y en otra vida yo la había eliminado de mi memoria? Me resultaba muy difícil de creer que eso fuera posible.

—Necesito saber quién eres.

—Me llamo Furya. Y tú una vez fuiste Eriavar. Mi esposo. Mi rey. Mi amor.

Eso no me parecía tan imposible, ya que con una mirada ya tenía claro que la quería todo lo que un ser como yo podía querer.

—Lo siento mucho, Furya, pero no te recuerdo.

—Tranquilo —respondió, esbozando una débil sonrisa. Cuando se acercó, ví que tenía los ojos llenos de lágrimas. ¿Eran de alegría? Lo que sí supe es que el amor que vi en ellos, era un amor que nunca había olvidado. Alargó una mano hacia mi rostro, pero yo la atrapé antes de que llegara a tocarme, sacudido por aquel mero contacto con su piel, aferrando sus dedos entre los míos como si fueran lo más preciado que había sostenido nunca.— Yo te haré recordar. ¿Tú... querrías recordarme, Eriavar?

El reflejo de la Reina: ExilioWhere stories live. Discover now