Prólogo

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El nacimiento

—Es un niño.

Fue difícil escuchar esas palabras, las gotas golpeaban el suelo con ruido, especialmente al caer sobre los amplios charcos que ya esa mañana se habían formado. El día había amanecido con vaporosas nubes oscuras que, a lo largo de las primeras horas de luz, fueron condensándose hasta descargar una torrencial lluvia, ni siquiera la caída de la noche había amainado la tempestad. El país de Aeryen no se caracterizaba por un clima seco, pero, en aquella ocasión, era como si el cielo también llorara el nacimiento de aquel bebé.

—Han llamado a un nigromante.

La trémula voz del hombre se tapaba por el ruido de la calle. Apoyado en el marco de la puerta miraba la calle con desconfianza, como si temiera unos ojos invisibles en la penumbra de la noche. En ese punto de la ciudad, en los suburbios, la electricidad llegaba escasamente y, en plena tormenta, era inexistente, las calles únicamente se podían alumbrar con la tenue luz de la luna, tapada por los espesos nubarrones negros.

—Deberías avisarles —Dejó en pausa la frase hasta que un solitario transeúnte terminara de pasar— y abortar el plan. Si nos descubren...

No terminó la frase. Tampoco hubo necesidad, todos los implicados sabían lo que podía sucederles si se llegaba a descubrir esa conjura.

Su interlocutora, salvada de la lluvia y el frío por el interior de la casa, acarició la húmeda mejilla de su marido transmitiendo el calor de la hoguera y el sosiego que ella mostraba.

—No te preocupes, aún hay tiempo.

La llama de la hoguera flojeó cuando entró en contacto con una gélida ráfaga de aire que se coló por la puerta abierta, pero se mantuvo encendida y llenando de calor la estrecha estancia. Apenas había muebles ni nada que llenara las esquinas y aislara la casa del frío invierno.

—Debo irme. —Colocó su mano sobre el vientre de su amada esposa y sintió a su vástago removerse, no pudo disimular la felicidad ni siquiera en un momento como ese—. Si algo sale mal, pienso negarlo todo.

—Ellos nos protegerán, prometieron ayudarnos. —Puso las suyas sobre las manos de su marido y apretó con firmeza, pese a que sentía el mismo miedo que él, pero no quería preocuparlo más de lo que ya estaba. Uno de los dos debía ser valiente.

—No me fío, Olive. —Arrugó la boca insatisfecho, no era exactamente eso lo que sentía, pero era peligroso lo que estaban haciendo y una nueva vida crecía dentro de su esposa. No podía arriesgarse a perderlo todo, después del sudor y el esfuerzo que había costado—. Lo hacemos por el futuro de Aeryen, por su futuro.

Soltó a su esposa y sujetó con ambas manos la delicada cara de ella, jamás había visto un rostro más bello, ni siquiera la mugre del carbón pudo ocultar la suavidad de su piel rosada el día que la conoció. Desde el primer momento quedó prendado, bebía los vientos por ella y no dudó ni un segundo de sus sentimientos. No existía mujer más perfecta para él, aunque a veces se sintiera indigno de su amor. Ella se mordió el labio ruborizada, a pesar del tiempo y del mutuo afecto, seguía sintiéndose como esa niña tímida que no se atrevía ni a mirarlo.

Se resistió a besarla. Si lo hacía, el tiempo podía detenerse y ambos tenían trabajo que hacer; así que, fastidiado, soltó su rostro y le dirigió una sonrisa. Esa noche debía conformarse con solo eso.

Esperó a que su silueta se fundiera con las sombras de la calle para cerrar la puerta y apagar su sonrisa. Quería mantenerse positiva, siempre lo había hecho a pesar de las penurias de una vida en los suburbios, pero había tanto en juego que, por primera vez en su joven vida, temía lo que estaba por llegar. Desde que conoció la noticia de su embarazo, una amarga felicidad le envolvió el cuerpo entero, ensimismada en su ficticio cuento de hadas trabajaba y trabajaba por llegar a fin de mes, sin importarle nada más, ni cuando conoció al amor de su vida las cosas cambiaron. Sin embargo, ahora era diferente. Ahora veía lo que antes se obligaba a no ver.

La conjura del eclipseWhere stories live. Discover now