15. Sonrisa melancólica

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Estaba triste, sin atreverse a moverse un centímetro; hasta que, cuando Sally salió del callejón, sintió el deseo liberador de llorar, de soltar todo lo que con ella no se atrevía. Si tan amigas eran, cómo era posible que algo tan natural y humano le avergonzara hacerlo delante de ella. Tal vez no eran tan cercanas como ella pensaba.

La tristeza se convirtió en irritación y la irritación en odio. No sabía qué estaba haciendo allí, tan lejos de su casa y de las calles que conocía, estaba perdida en un laberinto oscuro, mugroso, maloliente y peligroso. Odiaba a Sally por darle la espalda y abandonarla, pero, sobre todo, se odiaba a sí misma por haber sido tan ingenua.

—¿Cómo he podido ser tan idiota? —balbució, cansada ya de arrastrar sus pies.

—Alguna vez toca. No te martirices tanto.

Se giró de pronto, asustada por el joven que la interrumpió. Era más alto que ella y mantenía una postura erguida, hasta que dobló la cabeza para buscar, dentro de un pequeño saco, algo de comida que se llevó a la boca.

—¿Quieres? Son castañas asadas —ofreció, alcanzándole la bolsita. Winnifred no respondió, todavía sorprendida—. Tal vez más tarde, aún queman un poco.

Entonces la miró directamente y ella pudo ver unos ojos tan azules como el cielo de verano. Continuó el perfilado puente de su nariz hasta alcanzar una mandíbula cuadrada, pero no pudo bajar más de la nuez marcada sin sentir que sus mejillas se sonrojaban.

—No creía que pudieras avergonzarte después de la otra noche. —Winnifred volvió a mirarlo, esta vez con una mueca de incomprensión—. Parece que solo yo me acuerdo de nuestra charla. Eso sí que es vergonzoso.

—¿La otra noche? ¿Nuestra charla? —Se quedó pensativa un segundo, intentando recordar dónde había visto a ese ángel caído del cielo anteriormente. Entonces, volvió a mirar los relucientes ojos y lo imaginó sin ese gorro de lana que le cubría todo el cabello—. ¡Tú!

—Ya veo, solo necesitabas una pista para hacer memoria.

Winnifred se llevó las manos a las mejillas mirando a todas partes a su alrededor, y se le escapó una pequeña risita nerviosa. Había pasado solo un día desde el baile y lo sentía todo irreal, era tan improbable que el príncipe la hubiera escuchado despotricar que creyó haberlo soñado. Y ahora tenerlo frente a ella en aquel lugar parecía cosa de alucinaciones, por un momento pensó que había pasado por algún puesto donde estuvieran asando alguna clase de setas no comerciales. Pero no era una ilusión, estaba allí, hablando con ella. Sin embargo, el nerviosismo apareció por no saber cómo comportarse. No vestía con el traje militar de la fiesta, sino que su ropa andrajosa se disimulaba bastante bien entre la gente de los suburbios.

—Supongo que no debería hacer una reverencia como el protocolo indica, pero no sé tampoco cómo dirigirme a ti...a usted. —Agachó la cabeza—. ¿Puedo al menos mirarle?

—Claro —Sonrió—, y háblame de tú. Aquí abajo no soy príncipe.

—Por supuesto, altez... eh...

—Eugene.

—Eugene —repitió canturreando, embelesada por la hermosura de sus ojos. Dejó escapar un suspiro antes de retornar a la realidad—. Yo soy Winnifred. Winnie si lo prefieres.

—Lo sé.

—¿Lo sabes? ¡Ah! Por supuesto. —Volvió a echar una ojeada a su alrededor. Si en esa ocasión no era príncipe, tal vez podría aprovecharse—. Si no estás muy ocupado, ¿podrías indicarme cómo volver a Rosse? Estoy un poco perdida.

Eugene sonrió y aceptó con la cabeza. Empezaron a andar, él comiéndose las castañas y ella observándolo por el rabillo del ojo. De perfil era incluso más atractivo.

La conjura del eclipseWhere stories live. Discover now