13. Como un globo pinchado repetidas veces

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—¡Vamos, levanta! Esto no es un hotel.

Era imposible no despertarse con esa profunda voz, podría despertar hasta a su abuela, que ni alzando la voz en su oreja conseguía enterarse de lo que decían.

—¡Venga, señorita! Que no tengo todo el día.

Una fuerte energía meneó la cabina trasera del camión, lo que Louise ya no pudo ignorar. Se asomó con entusiasmo por el hueco abierto de la lona que cubría la estructura metálica de la parte de atrás del vehículo, ansiosa por quedar deslumbrada con la magnificencia de Witfort; sin embargo, como un globo pinchado repetidas veces, su ilusión se desinfló rápidamente. Lo que veía no eran los altos edificios de grandes sillerías, las anchas calles, ni mucho menos los jardines del barrio de Rosse. A grandes rasgos le recordó a su pueblo, más enjuto, con edificaciones más sólidas, aunque igual de pobre y sucio.

—Pe... pero, y... ¿qué? —intentó articular una frase, pero no logró arrancar de la decepción—. ¿Dónde estamos?

—En Witfort, señorita, la capital del reino. Su parada.

El hombre soltó el cerrojo que mantenía la caja cerrada y en la que, desgraciadamente, se apoyaba Louise; si no fuera por el agarre de una ayuda ajena, habría caído al suelo. Terminó de apoyar el pie, salido por el desliz, en el suelo y bajó de la camioneta. Pasó las manos sobre su cabello encrespado en un intento de peinarse y cogió al vuelo la bolsa que el señor le lanzó desde dentro.

—Pues me lo imaginaba más... no sé, menos... esto.

—Si sale al rio, quedará complacida. —Con la cabeza señaló la dirección, hacia donde ella miró.

—Oh, entonces gracias por traerme —le agradeció.

—Gracias a ti, señorita. Este botón no se me volverá a caer en mucho tiempo —dijo señalando un botón de la camisa.

—Ese, ni los otros veinte —añadió—.

—Señorita Louise, no se vaya sin antes despedirse. —La esposa del hombre aceleró el paso para llegar hasta ella y la abrazó cariñosamente—. Es una pena tener que separarnos, ha sido usted una gran compañía. Mira qué divina está la niña con el vestido que le bordaste.

—Sí, y con los otros dos —respondió poniendo los ojos en blanco, que cambió a una fingida sonrisa cuando la señora la miró.

Hechas las despedidas y aguantadas las lágrimas de la mujer, cada uno tomó un camino diferente. Primero se marcharon ellos, dejando a Louise con un bufido de agotamiento.

—Para lo corto que ha sido el viaje, sí que me ha salido caro.

Sabía que algún descosido o botón le pedirían que cosiera, pues ese había sido el trato a cambio de que pudiera acompañarlos en el viaje, pero no esperaba pasarse el día entero con la aguja e hilo.

—Qué abuso. Tanto coser —Se tocó la yema de los dedos—, al final he perdido sensibilidad en los dedos.

Dejó caer la bolsa al suelo y alzó los brazos para estirarse, aunque podía dormir en cualquier posición, la cabina de un camión no era el mejor lugar para descansar su espalda. Después del viaje sentía el cuerpo agarrotado y molido. Se flexionó hacia un lado y después al otro, moviendo el tronco en círculos horizontales y, por último, suspiró ampliamente. Entonces se dio cuenta de las miradas indiscretas de la gente, quienes transmitían con su rostro el desencanto hacia esa desconocida.

—Sí, definitivamente estamos en Witfort.

Su madre siempre la reprendía por parecer tan rústica, no le importaba la opinión ajena y se comportaba como le venía en gana. Como vivía en un pueblo, los modales no estaban tan considerados como en la ciudad. Allí, si se quería estirar o subir la falda, no importaba; aquí, esas acciones eran las que juzgaban a la persona.

La conjura del eclipseDonde viven las historias. Descúbrelo ahora