4. Escritos en el destino

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Benjamin había oído hablar de ese tipo de práctica y ahora prefería que esa mujer hubiera sido una prostituta. Habría dado menos miedo y menos confusión. Poco sabía de ese juego de cartas, pues estaba realmente mal visto al considerarse que eran parte de la magia, para algunos era un mal augurio y para otros una mentira, pero un esqueleto solo podía significar una cosa.

Tragó saliva y afirmó con la cabeza. En sus pesadillas no había visto a nadie morir, pero esa era la sensación que sentía y a la que ahora le daba nombre. La mujer sonrió satisfecha, se había dado cuenta de la confusión del joven, las dudas y la inseguridad, que, aunque no habían cambiado, empezaba a comprender que sí estaba en el lugar correcto.

La mujer señaló otra carta, subiendo la tensión del asustado joven, dobló la esquina para darle la vuelta, girándola lentamente, hasta que, desesperado ya por ver el dibujo de la carta, la mujer se paró y la sonrisa que mostró parecía llena de malicia. Casi se le paró el corazón a Benjamin y reanimó cuando la mujer se levantó entre risas.

—No necesito las cartas. No me juzgues mucho, necesito ganarme la vida y mucha gente cae como moscas con estos ridículos juegos.

—Sabía que no tenía que haber venido —Se levantó malhumorado, timado, como un tonto que se había dejado llevar por lo que sabía que no era real.

—Sí, claro que sí. Lo sabías y ambos estamos de acuerdo en que te equivocaste. —Ya no era la amable señora del principio, sus ojos estaban salidos, como los locos—. No necesito hacer esta pantomima contigo porque contigo puedo ser franca. Esto se lo dejo para esos idiotas. Tú necesitas la verdad y yo no necesito convencerte de nada.

Dio un salto hasta él y le agarró las manos, que juntó al tiempo que tomaba asiento y lo hacía sentarse.

—¿Ves todas esas velas? Representan un espíritu diferente, pero no sé sus nombres ni me vale la pena aprenderlos. Hoy es uno y mañana otro, incluso en el tiempo que llevamos hablando habrán cambiado unas cincuenta veces. Pero son ellos los que me hablan y hacen que este juego funcione.

—¿Qué? —gimoteó, no era capaz de decir nada más y durante un rato iba a ser así.

—Tu abuelo no está demente, solo enfermo. Y es esa enfermedad la que le acerca al mundo de los espíritus, pero no ve, solo puede escuchar. Eso me dicen ellos. —Movió la cabeza en círculo intentando abarcar todas las velas—. No conozco a tu abuelo, pero ellos me dicen quien es.

—¿Qué?

—¿Recuerdas esa historia que te contaba tu abuelo? Tú crees que es parte del folklore de Aeryen, pero solo es una historia que únicamente conoces tú, porque fue tu abuelo quien la vivió. —Agarró con más fuerza sus manos para evitar que pudiera irse. Todavía tenía esa cara de loca y su voz era intranquila, tenía una desesperada necesidad y prisa por confiarle lo que tenía que decirle—. Deja que te ayude a recordar. Ese lugar donde entró, durante la expedición, ¿recuerdas?

—La cueva de San Martín —respondió.

—Sí, sí, esa, esa misma. Llegó allí huyendo del ejército de Vergon, enviaron a tu abuelo y a un grupo más a la frontera con ese país, el rey Harold temía que estuvieran interesados en entrar en el reino y quiso adelantarse. La tropa se cruzó con otra del país vecino y se enfrentaron, malogradamente tuvieron que huir. Fue entonces cuando tu abuelo y un compañero encontraron una cueva donde se refugiaron, estaba herido y no podían volver a la frontera mientras el otro ejército los buscaran.

»Tu abuelo encontró unas velas blancas en el fondo de la cueva y las encendió, claramente no sabía qué eran, pero era fuego en el frío interior y luz en la noche. Mientras descansaba los ojos, su moribundo amigo expiró el último aliento y vagabundeó por el mundo de los espíritus. Ellos —Volvió a mirar las velas en un fugaz movimiento— dicen que no se ve nada, que todo está oscuro y él buscaba una luz, la luz de las velas. Cuando tu abuelo despertó, el compañero ya estaba muerto, pero una vela prendió con más intensidad que las otras y, entonces, ahí lo vio. Era su amigo, pero su cuerpo estaba tendido en el suelo. ¿Cómo era posible? —Estiró las manos del muchacho hacia sí, acercándose aunque estuviera la mesa en medio. Era una mujer muy intensa—. Ya te dije que las coincidencias existen y ¡oh bendita coincidencia! Porque tus sueños sí que están escritos en el destino.

La conjura del eclipseWhere stories live. Discover now